José Cueli
La temporada dejó sabor a muerte

La muerte sobre el ruedo de la Plaza México la dejó con sabor a sangre. Fue el triunfo de la misma en el serial que terminó el domingo pasado. Esa sangre que la dejó con sabor también a religión. Esa religión que fue tierno grito de muerte en la tarde torera. El lamento furioso de la vida que se perdía en segundos. La ceremonias sagradas del rito que domingo a domingo sacrifica toros. Y, en algunas ocasiones, toreros. A la vista de todos, con el trasfondo expresivo de la muerte de donde sale el chorro de sangre purificador.

En la plaza, los aficionados mirábamos a la muerte desde adentro. La muerte hurgada en su razón existencial. Con toda la fuerza del rojo sangre, tiñendo el agua de la lluvia que caía sobre el ruedo en la tarde del drama. En la liturgia de la adoración y sacrificio del toro. El toro, metáfora del demonio que se escapaba en sus pitones y fiereza. En la brutalidad de sus afilados cuchillos, a pesar de ser recortados. En el poder mágico de su fuerza bruta. La expresión más siniestra de las fuerzas de la naturaleza.

El toro como la parte más pura de la tragedia, que al terminar con la vida del joven rejoneador, Eduardo Funtanet, le dio su valor trascendente al toreo. A la vista de todos, sólo por el gusto de jugar a la muerte con humores de fronda en la arena morena, montado en fino corcel al que hacía bailar luciéndole el garbo. Mientras, a lo lejos se escuchaba el confuso gemir de la guitarra.

El torero en la lucha con la muerte, en el juego de la línea recta y curva, y el galleo viril de caballo y caballero. La muerte que tocaba coplas fúnebres para despedir la sangrienta temporada y le dejaba sabor a gustillo agrio. Con la sonrisa en los labios y un requiebro buscándole la salida, la muerte purificadora enterró en el ruedo esa máquina monótona de derechazos en que se ha convertido el toreo.

El desamparo del ser humano desvelado a girones en la muerte. La pasión que surge sólo donde el abismo mezcla su aliento al de la belleza, grabada en el fuego de la sangre sobre el redondel. La sangre viva unida a la del agua de la lluvia que le daba el toque litúrgico y un tercero pasional: el espacio entre el agua y la sangre que diría el poeta Vacholur. Lo innombrable y lo nombrable. El espacio del misterio, el sufrimiento y el terror que pide muchas palabras y éstas no aparecen.

La muerte de Eduardo hay que acallarla borrando con el silencio la sangre del ruedo. Muerte silenciosa, muerte sombría, sin la gloria de los triunfadores. Muerte inmóvil y, por tanto, muerte en profundidad que hasta la media de filigrana de José María Manzanares desdibujó.