SEMANA SANTA EN LA SIERRA TARAHUMARA
José Gil Olmos, enviado, Cusárare, sierra Tarahumara Ť La versión tarahumara de la muerte de Jesucristo cuesta 15 pesos para los turistas, los blancos, los chabochis, que después serán representados por Judas que son denostados en una ceremonia acompañada por percusiones en uno de los pocos festejos que tienen lugar en estas montañas de la pobreza y el olvido.
En lo alto de los pinares Jesucristo era nuevamente sacrificado. Arriba, en las montañas, el hijo de Dios cumplía una vez más su ciclo salvador. Los tarahumaras sonaron los tambores (rampuras) al mediodía y con la cruz sobre las espaldas bajaron de las rocas, bailaron alrededor de la iglesia jesuita y ofrecieron las miserias de siglos acumuladas: un trago de tesgüino, un puñado de maíz y algunos frijoles.
Con el rostro cobrizo pintado con manchas blancas, los rarámuris hacían honor a su nombre de pies ligeros o pie que corre. Con velocidad los hombres marcaban el ritmo de la ceremonia que habían comenzado días antes. Iban y venían en bailes circulares por toda la comunidad invadida de turistas que pagaron 15 pesos la estancia y la comida --frijoles, arroz y tortillas- para presenciar la ceremonia cristiana traída desde el occidente por los padres jesuitas en el siglo XVI.
``Aunque ya no es lo mismo, porque los chabochis (blancos) cambian todo -dijo María Elena con todo su coraje de tarahumara-; nosotros queremos guardar nuestra fiesta, nuestras costumbres.''
En esta parte de la sierra Tarahumara, en la que viven unas 400 familias en incontables comunidades perdidas entre las montañas, la ceremonia de la muerte de Jesús se celebra con alegría. Es una de las pocas ocasiones -el aniversario de la aparición de la Virgen de Guadalupe es otra de ellas- en que los rarámuris se pueden reunir para hacer una fiesta dentro de la pobreza y el olvido en que viven.
En la cima de las montañas de Cusárare (lugar de las águilas) la cruz de madera había quedado erguida. En las manos de las mujeres bajaba una diminuta efigie del Salvador. El vía crucis era un camino de enormes piedras y polvo por donde bajaban en hilera un ciento de hombres, mujeres y niños (towis) harapientos. Al frente venían los fariseos con sombreros de plumas, atrás los soldados armados con lanzas y palos en forma de machetes encargados de defender al Cristo.
Con el sol en el cenit el gobernador de la sierra Tarahumara, Federico González -uno de los cuatro que existen y que son renovados por las comunidades cada tres años- responde con solemnidad en el quicio de la Iglesia construida por los jesuitas en 1744, antes de ser expulsados en 1767. ``¿Qué le pedimos a Dios...? Hace tres años que no llueve mucho y la gente apenas tiene pa'comer; le pedimos un poco de agua.''
Chivos y perros famélicos vagabundeaban por las casas hechas de tronco y piedra. Los niños juegan con cualquier cosa que encuentran en la tierra; las niñas (tewes), mientras tanto, se hacen cargo de los más pequeños que cargan en sus diminutas espaldas. Sus padres se han dividido las tareas para llevar con orden la celebración. Unos atienden a los visitantes desde la entrada, otros forman los cuerpos de vigilancia, sus madres se fragmentan entre la cocina y servir el teguino (maíz fermentado de sabor agrio) a los danzantes que visitan las casas adornadas por arcos de pino y flores de zotol. La fiesta es una oportunidad de hacerse un poco de dinero porque de los aserraderos sólo se benefician los chabochis.
María Elena, la primera mujer que busca la comisaría en un ejido tarahumara, explica de inmediato la pobreza que se mira en las cuevas donde viven algunas familias. ``A nosotros no nos importa la riqueza, bueno, a los que tienen más contacto con los chabochis sí quieren más cosas, pero los rarámuris sólo viven con lo que tienen, no buscan más. Si tienen para comer un día, pues comen, y si no se aguantan. Tú puedes ver que en algunas casas ni cama tienen, pero así hemos vivido, sólo con lo que necesitamos'', señaló.
Al mediodía del viernes, en la Iglesia se reúnen los fariseos y los soldados, la versión rarámuri de los moros y cristianos. Vestidos a la manera occidental, camisas, pantalón y chamarra, los tarahumaras escenifican una batalla entre el bien y el mal. Los primeros tratan de entrar en el templo en busca de Jesús para crucificarlo y los soldados lo defienden. Entre bailes que repiten en círculos -tres a la izquierda y tres a la derecha- libran la batalla que habrá de terminar con el ofrecimiento a Dios de un montón de maíz y frijol en pequeñas jícaras, y teguino que lanzan hacia los cuatro puntos cardinales.
Las mujeres, vestidas como el arco iris, con sus plisadísimas faldas y blusas y con paliacates coloridos sujetos en la cabeza, se concentran mientras tanto a la orilla de un río casi seco. ``Nos van a regalar algo'', dijo el viejo gobernador mientras anda lento rumbo al camino de terracería donde se ha instalado una familia de mujeres tejanas que sacan de sus camionetas montones de cobijas, cuentas de colores y cuadernos que reparten a los rarámuris formados en una larga fila.
Después de la repartición las mujeres nuevamente se perdieron por el caserío. Al atardecer, el ruido de los tambores resonó nuevamente y los danzantes pasaron por el río hacia la montaña. Iban por los Judas que hicieron al tamaño de un hombre. Eran dos los que formaron de madera y puntas de pino: uno con figura femenina y otro masculino.
Animados por el tequila y el tesgüino que bebieron durante el día, los rarámuris bailaron con la ``mujer-Judas''. Jugaron con ella, le levantaron el vestido y le tocaron los senos. El ``Judas-hombre'' sería un chabochi al que le pudieron poner cualquier nombre. Alguna vez fue llamado Saddam Hussein, lo vistieron como chabochi y jugaron con él. Era, dijo un sacerdote, como revancha contra el blanco.
La noche del Viernes Santo era estrellada. En la bóveda celeste aparecieron las estrellas acompañadas por un lejano cometa que será visto de nuevo hasta dentro de 3 mil años, relató una tewe.
Al llegar la noche en Cusárare los tarahumares seguían bailando al ritmo de los tambores, los Judas eran la diversión de hombres, mujeres y niños que son, dijo un escritor, inmortales, porque corren por la vida y lo siguen haciendo con sus pies ligeros aun después de la muerte.
El sábado es de resurrección. El ciclo de resistencia se ha reiniciado para los rarámuris, que con tambores y bailes circulares abandonaron el ejido y viajaron a las montañas, esperando que se cumpla su deseo de un poco de lluvia y menos olvido.