La Jornada Semanal, 30 de marzo de 1997


Un entierro desairado

Carlos Pellicer

Este año se cumplió el centenario del nacimiento del autor de Práctica de vuelo. En enero dedicamos un número al poeta Carlos Pellicer. En esta ocasión nos ocupamos de otro de sus temas recurrentes: la religión y sus cultos. Para Pellicer, montar nacimientos era una pasión tan fuerte como la de recuperar piezas arqueológicas. Su sentido del catolicismo estuvo asociado a la vida diaria, a la dimensión casera de la fe, al nacimiento como un edén de juguetería. En este domingo de Semana Santa ofrecemos la amena y profunda celebración del poeta Carlos Pellicer.



El tiempo se echó a perder inesperadamente. Al mediodía encendidísimo siguió una tempestad a media tarde, fuera de toda previsión. La multitud, más encanallada que nunca, había ido a disfrutar de uno de sus espectáculos favoritos: ver morir a un hombre. Era el caso de un obrero que tenía facilidad de expresión y durante tres años despertó interés entre la gente pobre por las cosas tan nuevas y alarmantes que declaraba. La hacía también de curandero y le acompañaba una docena de fanáticos de tal manera enloquecidos por la droga peligrosa de los discursos, que el que no había dejado el hogar paterno, había abandonado el trabajo. Pero, en fin, así es la humanidad.

Las personas decentes veían en el obrerillo aquel a un tracalero francamente indeseable por las barbaridades que decía, según ellos. Se burlaba de los ricos y condenaba la riqueza acumulada, hablaba mal de los médicos y lo que es más grave: se le acusaba de permitir que su cuadrilla no se lavara las manos antes de comer. En suma, un individuo que carecía de buenos maneras. Las personas decentes tenían razón.

Inexplicablemente, comenzó a tener muy buen éxito. Por cierto que los yanquis sostenían una especie de mandamás en aquel pequeño país, algo así como cualquier Nicaragua, naturalmente con sus Rubenes y sus Sandinos, y en ese momento había, cosa extraña, un gringo asustadizo que tenía la feísima costumbre de lavarse las manos públicamente. šQué pavor!

La cosa fue que entre la gente de muchos diccionarios y los banqueros, resultó una combinación eficacísima para eliminar a aquel gritón inaguantable. Y para no alargarle a usted todo este chisme, lograron una permuta con el gringo del aguamanil. Éste les largó a un fulano que tenía varias entradas a la Peni, a cambio de aquel carpinterito que tuvo la manía de decir la Verdad a todas horas. Y el que dice la Verdad, no peca, pero... El pueblo aquel, alborotador y anaranjado, ya constituía una verdadera lata para los yanquis. Las bullas eran tan frecuentes que en cierta ocasión le habían mandado un General famosísimo que hizo burrada y media en Francia, y que al llegar al paisecillo de marras quién sabe qué habrá hecho, pues puso un telegrama en estos anatómicos términos: "Llegué, vi y vencí."

Pero volvamos al negocio. Unos días antes, y vistiendo su mejor traje de mendigo, el tan mentado obrero de cuyo nombre no podemos olvidarnos (mire usted lo que son las cosas), entró en su ciudad en plan de cosa grande, y sin que el PRI interviniese la gente adornó las fachadas de sus casas para recibirlo. Más de una vieja alebrestada salió de puerta en puerta metiendo la cara por las ventanas para gritar: Pongan banderitas que por aquí va a pasar Don Ese. šAy!, pero las multitudes... šQué pavor! Esa misma gente dio la maroma, y, cómo había corrido el dinero, que hasta uno de los doce que inseparablemente acompañaban al obrero fabuloso representó el más horrendo papel: El Papel Moneda. Y traicionó a su Maestro por una verdadera puerqueza. Cosas de la vida...

La cuestión fue que mataron al pobre hombre y aquella chusma infecciosa se cubrió de oprobio, insultándolo. Anda el cuento de que el día acabó de prisa y las piedras cambiaron de lugar. Los relojes se adelantaron y en un abrir y cerrar de ojos se hizo de noche y la cosa se puso fea. Un tal Don Nico, persona de posibles, fue a ver al gringo del Aguamanil y le pidió permiso para retirar el cadáver y darle sepultura. El pobre güero consintió y, mientras las manecillas de los relojes no sabían qué hacer ųel Tiempo había sufrido un infarto en el Miocardioų, un bajorrelieve quemado de antorchas ocupaba toda una parte del Planeta, prodigiosamente. En el anochecido rápido, el llanto de las mujeres movió los harapos de aquella tarde inolvidable. Y el Mundo olió mal. Ya ve usted, después de tres años de banquetes, invitaciones a Matrimonios, Paseos por el Lago y otros Poemas, la traición, que es absolutamente lo peor de todo de que el hombre es capaz, y una muerte infame con un letrero escrito en el inglés de entonces y también en el idioma nativo. Ni a ocho llegaron los del entierro. Un entierro desairado...

Pero eso sí: El tiempo se dividió: En antes de Él y después de Él.

ƑCosas de la vida? No, cosas de la Eternidad.


México, DF, 1962