MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
``Digan güisqui...''
``¿Seguro que no se te olvidó nada en el cuarto? Luego no vayas a salirme con que dejaste el balón o la cámara; tu papá te lo encargó. ¿Te acordaste de guardarla en tu mochila, como te dijo? Revísala otra vez. No quiero que a medio camino tengamos que regresarnos por tu culpa. Ya sabes que este tipo de cosas molestan mucho a tu papá.''
Con desgano, Braulio obedece y palpa su mochila. Sentir la forma de la cámara le provoca cierta incomodidad porque le recuerda que aún quedan tres fotos por tomar. El niño sabe que en una posará junto a su madre --``Digan güisqui''--, en otra al lado de su padre --``Hijo, levántate el pelo para que se te vea bien la carita''-- y en la última los tres en actitud de familia feliz.
Braulio espera que esta vez sus padres soliciten la ayuda de un vendedor, de un mesero, de un taxista o de quien sea, menos de una muchacha bonita como la que ayer les tomó la foto de conjunto. Allí todo fue horrible; desde la forma en que su padre sacó a relucir el precio de la cámara hasta el tono con que su mamá le suplicó a la linda desconocida: ``A ver si usted logra que mi niño diga güisqui porque si no va a salir muy serio. Está furioso y es que lo regañamos porque en el restaurante se encaprichó y dejó toda la comida. No sé por qué lo hizo si sabe que es pecado y, además, algo que molesta muchísimo a su papá''.
El recuerdo de la escena vivida la tarde anterior incomoda a Braulio. Entre más lo piensa más confirma que la explicación de su madre fue innecesaria e injusta: Lo hizo aparecer, ante la joven del muillot azul como tonto y melindroso cuando en realidad había tenido muy buenas razones para perder el apetito en el restaurante.
El niño siente náuseas otra vez sólo de recordar el momento en que su padre le puso entre los labios un ostión; él retuvo el molusco unos segundos y luego lo escupió: ``¡Guácale, parecen mocos!'' Esa había sido toda la verdad, lástima que la repugnancia le hubiera impedido a Braulio decirle antes de que la joven se alejara gritándole: ``Conste que no quisiste decir güisqui''.
Cuando retomaron su paseo por la playa, el niño se dio cuenta de que, aun cuando en unas horas iban a regresar a la ciudad, quedaba la posibilidad de que viviera experiencias iguales a la que acababa de padecer; si quería evitarse nuevos bochornos y humillaciones no quedaba otro remedio que explicarles a sus padres, en ese momento y de una vez por todas, la causa de su reacción en el restaurante.
Iba a decirles cuando su madre lo interrumpió: ``Ahora entiendes por qué tu papi no ha querido prestarnos su cámara. Le costó carísima. Conste que acabo de saberlo porque se lo dijo a la muchacha que nos tomó la foto, si no jamás lo habría sabido''. A Braulio le pareció increíble que su mamá, siempre dispuesta a señalarle las cosas que disgustaban a su padre, se hubiera olvidado de una que lo enfurecía: sentirse fiscalizado. ``Se te metió que viniéramos de vacaciones y te di gusto; ¿ahora también quieres que te entregue cuentas? Muy bien, cuando lleguemos a México te enseño la factura de la cámara. Te advierto que vas a decepcionarte porque no me costó tan cara''.
El alivio que Braulio experimentó al ver la sonrisa de su madre desapareció cuando la oyó comentar, entre irónica y juguetona: ``¿No? Entonces ¿por qué lo dijiste? Ah, ya sé: para impresionar a la muchacha. Siento recordártelo, mi amor, pero creo que ya no estás para esas cosas''.
Braulio comprendió que la vanidad de su padre acababa de recibir un duro golpe y también pensó que quizá su madre estuviera juzgándolo injustamente --como a él, en cuanto a su inapetencia-- así que experimentó hacia su papá una nueva solidaridad y hasta simpatía cuando lo vio guiñarle el ojo al preguntarle: ``¿Oíste a tu mamá? ¿Es justo lo que dice? Tú estabas con nosotros, di la verdad: ¿crees que me le resbalé a la chava esa? Contesta, no tengas miedo''.
En efecto, Braulio tuvo miedo y respondió como otras veces: guardó silencio y levantó los hombros, aun cuando sabía que de inmediato iba a acercarse su mamá para reconvenirle: ``Niño, no hagas eso. Ya sabes que es algo que molesta muchísimo a tu papá''.
Luego volvieron al hotel, y después de revisar varias veces la lista de precios cenaron en el restaurante. El padre ordenó una docena de ostiones, pero ya no pretendió que Braulio los probara. La felicidad del niño aumentó cuando, antes de subir a la habitación, sus padres lo dejaron en el lobby del hotel para que se entretuviera mirando la tele: ``Una hora nada más porque si no mañana, cuando regresemos a México, no vas a querer levantarte temprano y ya sabes que a tu papá le molesta mucho que lo hagamos esperar''.
Recargado en la ventanilla, Braulio se pregunta cómo es que si a su padre le disgusta esperar no considera que a él también puede desagradarle permanecer tanto tiempo en el coche lleno de sol, toallas húmedas, envoltorios con comida y maletas. En su mochila está la cámara. Vuelve a palparla en el momento en que su madre repite: ``¿Seguro que la traes? Sería una lástima que la perdiéramos con todo y rollo. Tenemos que acabárnoslo. El lunes temprano lo llevo a revelar porque si lo dejo para después, sucederá lo mismo que con el del año pasado. Allí están las últimas fotos que le tomamos a don Arcadio''.
Braulio ve a su madre persignarse, como siempre que alude a la muerte de su abuelo paterno. El niño no tiene duda alguna de que ella aún lamenta la pérdida, pero sabe también que gracias al trágico suceso logró realizar su sueño: salir de vacaciones en Semana Santa. Mientras don Arcadio vivió, tuvieron que permanecer en la casa para acompañarlo en la procesión del Viernes Santo y para auxiliarlo y curarle las heridas que él mismo se hacía golpeándose la espalda con unas cuerdas punteadas de metal. La primera vez que Braulio vio a su abuelo salir a la calle, encapucharse, y con el torso desnudo le preguntó a su padre el motivo: ``Es su penitencia de Semana Santa''. El niño pidió una aclaración: ``¿Qué es penitencia?''
En vez de satisfacer su curiosidad, su mamá le advirtió: ``No seas tan preguntón. Es algo que molesta mucho a tu papá''.
Al fin toman la carretera. El aire tibio que entra por la ventanilla huele a flores. Braulio es feliz. Le gusta que su madre lleve abrazado a su papá y que él ocasionalmente lo mire por el espejito y le pregunte: ``¿Estás bien?'' El responde que sí, aunque sabe que se sentiría mucho mejor si las curvas no ahondaran el remolino que dejó en su estómago el saborcito del ostión. Recordarlo convierte su boca en un mar de agua salada que apenas logra contener.
Para distraerse de la molestia, el niño se acuerda del abuelo Arcadio, en su penitencia de Viernes Santo, en sus posibles pecados. ¿Cuáles habrán sido? Braulio piensa que a la mejor desperdició comida o sintió odio hacia su madre cuando ella lo puso en ridículo. Quién sabe, pero de ser así Braulio reconoce que él también tendrá que flagelarse cuando sea grande.
Se tranquiliza pensando que falta mucho para que llegue ese momento y se dispone a dormir cuando escucha la voz de su padre: ``El mirador está muy cerca. ¿Qué les parece si nos tomamos allí las tres fotos que nos faltan?'' ``Tú lo que quieres es ver si nos encontramos de nuevo a la muchacha de azul. Estaba muy guapa, reconocerlo no es ningún pecado.''
Las palabras de su madre reconstruyen en la memoria de Braulio la imagen de la joven que les tomó la foto en la playa. Lamenta no haberse disculpado cuando ella le gritó: ``Conste que no quisiste decir güisqui''. Si la encontrara en estos momentos le sonreiría como lo hace ahora. Lástima que por sus labios también se le escape el mar.