Quizás la única particularidad de mi diario sea su constancia. Salvo por una semana en la que tuve que vivir en la clandestinidad, en treintaitantos años no he dejado de escribirlo. Por lo demás, es bastante irregular. Quiero decir, ha sido cuaderno de trabajo, diario íntimo, registro de la vida diaria; sólo rara vez estrictamente literario. Y a estas alturas sigo sin saber qué camino va a tomar, qué camino definitivo quiero que tome. A lo largo del tiempo he leído unos cuantos diarios y ya caí en la tentación de conducir un taller para diaristas; es más, sometí a un concurso un ensayo sobre mis lecturas de diarios y mi modesta experiencia como diarista. Que el concurso se haya declarado desierto no me impidió continuar con la práctica de escribir mi diario, de pensar en el tema, de preguntarme si insisto en no interrumpirlo. Por desgracia, de sobra sé que no es cuestión de decidir continuar o suspender su ejercicio. Un diarista sigue y punto.
Lo más agotador es recoger la vida diaria; llega el momento en que uno querría no hacer otra cosa que dormir con tal de no tener que registrar nada. Aun entonces, si recuerdas tu sueño, malo, porque ya sabes lo angustiante que puede ser no apuntarlo, dejarlo ir, perder para siempre sus símbolos y sus posibles y variadas interpretaciones. Pero lo más difícil es llevar lo que se ha dado en llamar diario íntimo. Adentrarse de veras en la existencia, no poder más que someterse a averiguar porqués, cómos; aparte de difícil, como decía, es horrible, porque es inútil, al menos así le parece al diarista. ``Un foso que pierde el agua'', lo define Amiel.
Por mi parte, he querido limitarme a hacer del mío un cuaderno de trabajo. Anotar esbozos de cuentos, ideas para esto o lo otro, citas que no quieres olvidar; pero después de lo que hizo Henry James y de lo que hizo W. H. Auden, por alguna razón mis cuadernos de trabajo no prosperan. ``¡Qué melancólica es esta historia! ¡Cómo se parece a una vida fallida!'', exclama y se lamenta de nuevo Amiel. También he intentado concentrarme. Si viajo, escribir un diario de viaje; si tengo una experiencia cerrada, cualquier vivencia con un motivo, un principio y un final, considerarlo para un diario específico que lo contuviera. Lo he creído posible; pero, por no sé qué causa, se me desborda, se mezcla una cosa con otra y no consigo contener en un único diario una única experiencia.
Confieso que cuando lo he intentado, en parte se me ha caído al pesar en Johnson y Boswell y sus respectivos diarios de viaje por Escocia y sus islas. Camus logró recoger en cuadernos separados un par de viajes que hizo; pero entiendo muy bien qué lo llevó a apuntar, en Nueva York, en 1946: ``Terrible sensación de abandono. Aunque apretara contra mí a todos los seres del mundo, no me sentiría protegido contra nada''. A lo mejor tocó fondo porque en esos momentos él todavía no alcanzaba la fama, y se desesperaba al ser tratado de lado. ``Lo único que habría querido decir --apunta-- he sido incapaz de decirlo hasta ahora, y sin duda no lo diré jamás''. Tal vez si hubiera llevado un diario íntimo, paralelo al diario de viaje, lo habría dicho. ¿Qué quería decir que las reglas internas y tácitas del diario de viaje le impidieron decir?
No es cualquier cosa llevar el tipo de diario que sea. Alguna vez creí haber dado en el clavo al aplicar el término impresionista a mi diario. Supuse que, al tenerlo de guía, el concepto me liberaría, pues la idea de reconocer una impresión de algo y sencillamente anotarla, sin mayor elaboración, era ciertamente una invitación a una vida más holgada. Pero duró poco. Para mí, representaba una especie de autoengaño. ¿No era engañarme, si no, enumerar los libros que leía, sin un mínimo comentario? ¿O registrar un encuentro con alguien y no el diálogo que hubiéramos sostenido? No hay salida, por más que tanto pensar y escribir te impida, o casi, observa Amiel, ``escribir un libro, construir una teoría''.
A los 32 años, en Estados Unidos por primera vez, Camus advierte: ``(Me quedan) 25 años para realizar mi obra y encontrar lo que busco. Luego, la vejez y la muerte. Sé qué es lo más importante para mí. Y todavía encuentro excusas para ceder a las pequeñas tentaciones, para perder el tiempo en conversaciones vanas o en vagabundeos estériles''. Bueno, el hecho es que no le quedaban 25 años. Catorce años después de estas reflexiones, murió, ¿sin haber encontrado lo que buscaba? ¿Llegó a decir lo único que habría querido decir?
Por más exhaustivo que sea llevar un diario, por más inútil que parezca, ``sirve para pensar, para divagar'', como dice Amiel. El diario de un escritor puede ser un no-libro; pero hay otros no-libros que ofrecen materia en qué pensar al lector, los abra en donde los abra. Pienso en La tumba sin sosiego, de Connolly. Lo abro y leo al azar. En sólo tres renglones apunta toda una concepción de la obesidad y la delgadez. Según él, el tedio y el desánimo son los responsables de que un escritor sea obeso. ``El camino por excelencia para adelgazar --sugiere-- es restablecer un propósito en la vida''. Lo cual puede explicar por qué, a pesar de sus estados de ánimo, Amiel y Camus murieran delgados. ¿O Connolly se equivocó? Sea como hubiera sido, lo malo fue que Amiel y Camus no advirtieran en su momento que lo que estaban haciendo daba más que un propósito a su vida. ¿O lo sabían?