A finales de la Segunda Guerra, en un monasterio toscano en ruinas, plagado de minas colocadas por los alemanes en lugares tan inverosímiles como el interior de un piano, yace un hombre atrozmente lacerado por quemaduras en todo el cuerpo. Es el conde húngaro Laszlo de Almásy (Ralph Fiennes), antiguo miembro de una asociación internacional de cartógrafos que antes de la guerra, por 1937, recorría en expedición el desierto del Sahara. Allí, Almásy se involucró, con reticencias, en una historia de amor adúltero y en una trama de espionaje.
El paciente inglés, del británico Anthony Minghella, narra en dos planos temporales bien definidos esta épica sentimental basada en la novela homónima de Michael Oondajte, un escritor nacido en Sri Lanka, educado en su niñez en Inglaterra, y que a los 12 años emigra a Canadá con sus padres; es también autor de una notable novela autobiográfica, In the skin of the lion.
El escritor colabora estrechamente con Minghella para resolver las dificultades que plantea la adaptación del material literario. El guionista suprime así pasajes enteros, reelabora situaciones para incrementar el suspenso cinematográfico, reduce significativamente el discurso interior del personaje central, su largo itinerario mental para recuperar la memoria.
Un hombre enfermo, totalmente paralizado, dependiente de la morfina para atenuar los dolores, recuerda (o es obligado a recordar) sus entusiasmos sentimentales y sus deslealtades. El ``paciente inglés'', llamado así por su dominio de ese idioma y por aparecer como tal en los registros italianos de hospital, sería en realidad no un héroe de guerra, sino un traidor que vendió secretos militares a los nazis. ¿A cambio de qué? El misterio de la identidad verdadera de Almásy es también el misterio de sus motivaciones y de su involucramiento amoroso con Kristine (Kristin Scott Thomas), la esposa de un amigo. La película no resuelve totalmente esos misterios, y es allí, en esa zona de indefinición y sugerencia, donde se da el mejor contacto entre la invención cinematográfica y la novela. Dice Oondajte: ``El guión tenía que ser algo nuevo. A gran escala, es la versión de Anthony (Minghella). Se ha acercado tanto al espíritu del libro que de hecho muchas escenas esenciales, aparentemente extraídas de las páginas de la novela, fueron en realidad inventadas por él''.
Más que explorar y exaltar una figura romántica, a la que el conde Almásy sólo correspondería de manera muy fragmentada, la novela y la película se interesan en los lazos afectivos y en los desencuentros morales entre personajes muy diversos. Un triángulo amoroso (Almásy, Kristine, Geoffrey), la pasión amorosa entre la enfermera Hana (Juliette Binoche) y Kip (Naveen Andrews), un joven skh desactivador de minas, la fascinación de Hana por su paciente inglés, a quien durante largas horas lee pasajes de Herodoto y de Kipling, y la presencia poderosa de Caravaggio (Willem Dafoe), extraña materialización del pasado, violento detonador de la memoria del conde moribundo. Al pasar de un espacio temporal a otro en la narración, Minghella señala variantes significativas en la personalidad de Almásy: es primeramente el ser hosco y reservado que rechaza la posesividad amorosa, luego el hombre consumido por la pasión, literalmente devorado por sus llamas, y finalmente el moribundo irónico y sereno, lúcido a pesar de su amnesia, capaz de recordar con precisión las melodías de Cole Porter e Irving Berlin. Minghella consigue sugerir con elegancia esas incursiones en el pasado que en la novela efectúa Almásy con la imaginación y la memoria --describir las zonas de turbulencia en la fiebre evocadora del aristócrata lacerado--. El cine no siempre ha sido el medio ideal para estas aventuras de la ficción, como podrá recordarse con el fracaso de Volker Schlondorff al adaptar un episodio de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, en su película Un amor de Swann de 1984. Sin proponerse cartografías mentales tan ambiciosas, Minghella llega mucho más lejos. Ofrece, con un aliento épico reminiscente de lo mejor de David Lean (Lawrence de Arabia, 62; Pasaje a la India, 84), una crónica intimista con excelentes recreaciones ambientales. En pequeñas ciudades tunecinas se reproduce algo de la atmósfera, ya desaparecida, del Cairo de los años 30, mientras la fotografía de John Seale compara las superficies epidérmicas con las sinuosidades del desierto y sus dunas; una vez más, se establece el contraste entre el desierto, que tanto encendió una imaginación colonial por lo común imperturbable, y la plácida región toscana, donde los personajes alivian los estragos físicos y morales de la guerra. Hay otros espacios mágicos, como el lugar donde Hana descubre con una antorcha frescos antiquísimos, o la cueva con pinturas rupestres de nadadores, donde Kristine escribe casi a ciegas sus últimas líneas amorosas: ``Somos nosotros los países verdaderos, no aquellas fronteras que han inscrito en los mapas los hombres poderosos''.