La principal justificación teórica y política de un proceso de liberalización financiera es el incremento general de eficiencia que, supuestamente, produce sobre el conjunto de la economía, al cabo de un plazo razonable; este impacto positivo debe materializarse por lo menos de dos formas: en una disminución de los costos del financiamiento y en una mejor asignación del capital. Es evidente que la liberalización financiera de los últimos diez años en México no produjo hasta ahora estos resultados.
Las diversas medidas de liberalización emprendidas desde 1988 por las autoridades en este sector de actividad no propiciaron el desarrollo de formas nuevas y constructivas de articulación de los mercados financieros con el resto de la economía. Por el contrario, la experiencia de los últimos diez años sugiere que esas medidas, más bien contribuyan a configurar un régimen de relaciones financieras de depredación, cuyos efectos directos e indirectos son nefastos para el crecimiento del producto nacional y del empleo. Los numerosos cambios institucionales y regulatorios realizados en nombre de la liberalización financiera están muy lejos de haber mejorado la asignación de los recursos de capital en la economía, o de haber reducido sus costos efectivos para las unidades productivas. No hay en los últimos diez años ninguna evidencia de progreso en las condiciones de financiamiento de la multitud de pequeñas y medianas empresas que constituye el verdadero tejido productivo de la nación. Como se sabe, una de las secuelas de la crisis iniciada con la devaluación de diciembre de 1994 es la inviabilidad financiera (en numerosos casos ya definitiva) de una porción muy considerable de esas empresas. La muerte de muchas de ellas ha sido directamente decretada por el alza súbita e inopinada de los costos del crédito y por la falta total de liquidez. Sus activos, en lugar de producir, están ahora inmovilizados y son parte del haber contable de los bancos.
El costo pagado por la economía es alto, pues además de reducir el horizonte temporal de operación de los agentes, dichas prácticas engendran incertidumbre e inhiben la inversión en proyectos productivos. Mientras persista la inestabilidad, la llamada inversión de cartera (en particular la realizada en ``productos derivados'') seguirá suplantando a la inversión industrial y comercial.
¿Qué hacer frente a todo lo anterior? No, por cierto, retroceder al orden imperante antes de la liberalización financiera (además de un enorme despropósito político-económico, eso sería un retroceso histórico). Una opción es mantener el enfoque de negligencia benigna que ha imperado hasta el presente: de acuerdo con él, los beneficios de la liberalización financiera, por imperfecta que ésta haya sido, son mucho mayores que sus costos. De ahí que la capacidad propositiva de este enfoque, como acabamos de verlo en la reciente Convención Nacional Bancaria, sea tan limitada. Para sus adeptos, los remedios serían peor que la enfermedad (excepto si el remedio en cuestión consiste en canalizar recursos públicos para evitar la quiebra de los bancos, incluso cuando este riesgo derive una pésima gestión).
Existe, desde luego, toda una gama de otras opciones posibles de política que no se contraponen con las relaciones de mercado, y que serían compatibles con las necesidades de formación de capital y crecimiento económico. Si se considera que los mercados financieros son inestables por naturaleza y, en consecuencia, no autorregulables, puede admitirse la necesidad de una firme acción reguladora por parte de la autoridad. Las deficiencias del mercado financiero pueden ser superadas sin distorsionar la competencia ni los precios por medio de un conjunto estricto de reglas que restrinja las operaciones de naturaleza meramente especulativa. La liberalización del sector debe teneer como contrapartida normas de buena gestión y de prudencia económica y financiera. Tales normas, por su parte, deben tener un gran sustento técnico y, ante todo, ser producto de decisiones consensuadas en el marco de las instituciones republicanas del Estado. Un nuevo paquete reglamentario salido de acuerdos solitarios entre banqueros y burócratas especializados en finanzas, no estaría a la altura de las circunstancias.