La Jornada 29 de marzo de 1997

LOS CONDENADOS DE ESTA TIERRA

La crisis económica afecta profundamente a nuestra sociedad pero, particularmente, destruye la vida cotidiana y, en este contexto, las familias de los ``pobres entre los pobres'', los campesinos indígenas, son violentamente marginados por una ``modernización'' que empuja literalmente fuera de la sociedad a los condenados de esta tierra. Como consecuencia de este implacable proceso, muchos de ellos intentan sobrevivir poniéndose fuera de una legalidad que ni los reconoce ni les deja otros espacios. Por ejemplo, con la reducción constante del valor real del salario mínimo y con la caída de los precios de los bienes que producen, sobre todo el maíz, que esos campesinos indígenas cultivan en la mayor parte de los casos en condiciones casi de subsistencia, enteros sectores han tenido que pasar a la producción de enervantes, con la esperanza de mantener sus familias. Como resultado, 95 por ciento de los indígenas procesados y sentenciados en el ámbito del fuero federal figuran como presuntos responsables de ``delitos contra la salud''. Más de 4 mil nahuas, zapotecos, mayas, totonacas y mixtecos (también hay entre ellos miembros de otras etnias minoritarias), entre los cuales 159 mujeres, purgan así condenas por estos ilícitos que, en su caso, tienen casi siempre un claro origen social. Ellos configuran un mapa de la miseria y el atraso del centro-sur de nuestro país, pero también revelan los mecanismos de un sistema con dobles pesos y medidas.

En efecto, todos saben que en las estrechas mallas de la red de la justicia se ahogan invariablemente los pececillos, pero casi nunca quedan atrapados los tiburones, que tienen la fuerza suficiente para abrir en ellas importantes huecos. Y las cárceles se llenan de víctimas y de pequeños ``delincuentes'' cuya redención efectiva sólo podría lograrse dándoles una educación y medios de vida que no los degraden. Así, la injusticia social sólo tiende a fortalecerse.

Es posible, naturalmente, pensar de modos muy diferentes sobre este tipo de propuestas, pero es evidente que existe coherencia entre la voluntad de castigar a los verdaderos delincuentes y deslindar de éstos a quienes, más que sus cómplices, son en realidad sus víctimas.

Las zonas indígenas donde crece el cultivo de enervantes deberían ser objeto de programas especiales y subvencionados de desarrollo de cultivos alternativos y de planes de educación, construcción de vivienda, instalaciones sanitarias, caminos. La cárcel y la militarización no son soluciones a esta crisis, sino agravantes de la misma.