Pablo Gómez
País de nunca jamás

La sentencia lanzada por Ernesto Zedillo contra Fernández de Cevallos --¡calumnia!--, luego de que éste hiciera pública la propiedad de aquél en Playa Diamante, deja al país en una completa ignorancia. Hoy, se desconocen, como antes, los orígenes precisos del predio del líder panista, pero ahora también los del condominio del Presidente. Uno y otro personajes reclaman, sin embargo, el reconocimiento de honradez que ha de darles la nación sin la menor garantía ni certidumbre.

Pero nadie ha dicho que se trate de delitos. No obstante lo cual, los propietarios se comportan como si hubieran sido acusados de criminales. Poseer tierra urbana no es un acto ilegal, por sí mismo. Mas lo que no ha quedado claro en absoluto es el origen del predio de Fernández de Cevallos (una dación) ni del dominio de Ernesto Zedillo (crédito hipotecario).

Los políticos oficialistas carecen de confiabilidad; han callado y mentido tanto, que no existe motivo alguno para creerles. Si el Presidente afirma que pudo pagar el abono hipotecario de una propiedad en Playa Diamante con una parte del sueldo nominal que tenía como secretario de Estado, tendría que comprobarlo a la luz del día, pero ni siquiera se conoce públicamente el sueldo legal de un miembro del gobierno.

En 1994, Carlos Salinas repartió 800 millones de dólares entre sus allegados. Ni una sola parte de ese cuantioso fondo la hemos podido reconocer en las posesiones de uno solo de los ex funcionarios del gobierno anterior, como no sean las declaraciones hechas en Newarc y Houston por Mario Ruiz Massieu, las cuales han quedado en actas de juzgados extranjeros.

En Estados Unidos se mencionan con frecuencia hechos relacionados con la corrupción en México, pero aquí no se realiza la menor investigación. Fuera de Lozano Gracia, ningún miembro o ex miembro del gabinete está sujeto al escrutinio de sus actos recientes. Esta condición de permanente impunidad es la que determina la sospecha popular sistemática. Pero no se trata de rumores ni de acusaciones calumniosas --como lo define presurosamente el gobierno--, sino de maneras de entendimiento, formas de percepción de la gente.

El país se ha convertido en el lugar donde todo sucede pero nada ocurre, donde los acontecimientos se producen fuera del tiempo y sus personajes parecen no tener más que el soplo de la animación. Es el país de nunca jamás donde la corrupción está a la vista pero nadie la combate porque no se puede combatir lo que no está en las actas del Estado.

Todo el sistema de controles creado por Miguel de la Madrid para promover la renovación moral de la sociedad ha sido usado como amenaza contra los desleales o los enemigos pero jamás como medio para combatir la corrupción, la cual lejos de aminorarse con aquellas reformas tan orgullosamente anunciadas hace ya tanto tiempo, se ha vuelto un sistema aún más profundo para garantizar la unidad del gobierno y la reproducción del poder político.

Cualquier declaración patrimonial puede ser usada para demostrar enriquecimiento inexplicable, pues los ingresos de los altos funcionarios públicos se encuentran fuera del sistema constitucional de retribuciones. El señor Farell no tiene más que tomar el documento y lanzar la espada contra el desdichado servidor que hubiera sido indicado por su jefe, pero lo mismo podría hacerse contra él mismo y contra su poderdante. Nadie está bien con las cuentas, de tal manera que todos deben guardar el secreto de sus ingresos.

Lo mismo ocurre, por lo visto, con la narcopolítica. Los funcionarios de antes y de hoy que han recibido gratificaciones de los capos saben demasiado para ser llamados al estrado de la justicia, mientras la gente se sigue haciendo las preguntas de siempre sin recibir más que superficiales respuestas, capaces sólo de insinuar la verdad.

Nada de lo que diga el gobierno en su defensa puede ser realmente creído. Ningún medio de apelación al juicio popular podrá gozar de indulgencia o sentencia absolutoria, pero, mientras tanto, nada pasa en los altos asuntos de la administración pública. La corrupción está ahí, pero no puede ser eliminada pues su existencia no toca más que superficialmente los papeles judiciales. La ciudadanía lo observa, lo sabe, lo juzga. Es la crisis del Estado corrupto.