Olga Harmony
Panorama desde otro puente

Ayer, 26 de marzo, se celebró el Día Mundial del Teatro. Posiblemente esta fuera una buena oportunidad para hablar de lo que ocurre con el nuestro, aunque algunos de nosotros oteemos en el aire el principio de un movimiento de autogestión --que se inicia, disperso, desde variados ángulos-- aún como germen de algo que puede fructificar pronto, pero que todavía no posee la coherente madurez que esperamos tenga. Es, pues, muy pronto para hablar de ello y de los alcances que tenga, o su repercusión en el público. En cambio, la noticia del montaje de Panorama sobre el puente en una adaptación, inusitadamente autorizada por Arthur Miller, en el que los estadunidenses de origen italiano se convierten en ``hispanos'', nos demuestra la vigencia de algunos viejos textos ante situaciones semejantes sufridas por diferentes grupos humanos, de lo que podemos congratularnos menos porque apreciamos la continuidad, cada vez más racista y brutal, de la política de nuestro mal vecino. El único respiro es que en esa sociedad haya gente como Miller --quien a sus ochenta y tantos años autorizó la adaptación por su indignado conocimiento de la golpiza que unos policías propinaron a un grupo de inmigrantes mexicanos-- y los miembros de la California State University que propiciaron la escenificación, al mismo tiempo que un Symposium acerca de las políticas migratorias de Estados Unidos organizado por Roberto Cantú.

A partir de sus tempranas correrías por los muelles de Brooklyn, en que conoció a muchos inmigrados de Italia, pero sobre todo de un viaje a ese país en el que apreció ``la vasta red de relaciones familiares'' tan diferente a la sociedad en que vive, Miller estuvo tentado de escribir ``una tragedia italiana'' que por fin culminó en esta obra en un acto que desde su estreno ha hecho pareja con Recuerdo de dos lunes. Yaen la primera representación, que data de 1954, el dramaturgo se sintió inquieto por el acento de los actores, tan distante del real de los personajes: incluso un buen actor como Van Heflin, que le pidió que lo llevara a los muelles a escuchar el hablar, sólo logró impostar el acento como un idioma extranjero, como narra el dramaturgo en su autobiografía. Posteriormente, a petición de Peter Brook, le dio a su texto una dimensión mayor; el acento oxfordiano de los actores fue un nuevo motivo de preocupación, aunque se logró ``algo'' que el público inglés tomó como la jerga italobroklyniana. Sin embargo, no pareció molestarle --antes lo entusiasmó, por su ``fuerza pura''-- una puesta universitaria en que actuaban, en los setenta, un coreano, una judía, un chino y un negro.

La escenificación de la universidad californiana, dirigida por Roberto D'Amico (quien desarrolla actividades académicas más allá del teatro comercial que le conocemos), debe haber superado estas dificultades al ser trasladada la acción al Vicent Thomas Bridge y sus alrededores californianos, con actores hispanohablantes, en una adaptación bilingüe, en la que algún personaje --como Caty, ya nacida, estadunidense, o los oficiales de la migra y algún otro-- se expresa en inglés mientras que Beatriz sólo habla español y Eddie los dos idiomas indistintamente: tal como ocurre en las comunidades inmigrantes en Estados Unidos. Es la séptima producción bilingüe del Teatro Universitario en Español, departamento de la Universidad dirigido por Pablo Guerrero (y al que han sido invitados como directores otros mexicanos, Emilio Carballido y Luis de Tavira). El texto bilingüe de Guillermo Reyes, basado en el vigente y poderoso original de Miller habla de la posibilidad de que la muy amplia comunidad de origen latinoamericano se acerque a una obra que le habla de sus propios problemas, más allá del muy poco logrado teatro chicano. Pienso que es un buen tema a tratar en los alrededores del Día Mundial del Teatro.

Por las fotografías que me mostró D'Amico y sus propias descripciones, pude apreciar una escenografía a base de estructuras negras de hierro, muy acordes con la idea del puente, y con un fondo a manera de inmenso anuncio de un gran automóvil Cadillac rojo con una modelo, en franco contraste de la sociedad consumista con la angustia de los inmigrantes y los indocumentados. La escenografía se debe a Snezana Petrovic, la iluminación a G. Shizuko Herrera y el vestuario a Naomi Yoshida Rodríguez. Cito estos nombres porque su origen no anglo, hace pensar con cierta pena en esa tradición-crisol de razas, que el pueblo estadunidense está a punto de perder y que representa lo mejor de su legado, junto a figuras como la de Arthur Miller, el octogenario luchador por las mejores causas.