Pedro Miguel
El viacrucis de la paz

El otro día un soldado jordano enloquecido mató a balazos a siete niñas israelíes que visitaban un punto fronterizo. Luego un mesero palestino forrado de dinamita se hizo estallar en un concurrido café de Jerusalén y se llevó consigo a varios parroquianos. Una jornada de violencia dejó 111 heridos, entre palestinos y soldados israelíes. Como en los tiempos de la Intifada --que parecían idos para siempre-- las fuerzas armadas de Tel Aviv han vuelto a disparar contra los niños que les arrojan piedras.

Tal vez los aficionados a la numerología encuentren significados ocultos tras la ocurrencia del 7 y del 111 en Tierra Santa: en estos tiempos se puede ser baladí sin temor a la excomunión e incluso sin mucho riesgo de hacer el ridículo. El gusto por pensar a partir de cantidades y la vanalización de la muerte hacen posible que otra clase de esotéricos, los gobernantes de Occidente, elaboren cartabones para definir cuántos septetos de adolescentes, niñas y niños mártires --israelíes o palestinos-- se requieren para que el Consejo de Seguridad de la ONU le ponga un alto al empecinamiento de los terroristas palestinos y de los gobernantes de Israel, extrañamente aliados en el objetivo de incendiar la zona.

No hay que conocer el número total de los Nombres de Dios ni la cifra de universos que existen para ponderar la soledad de Netanyahu y Clinton en Naciones Unidas: contra Tel Aviv y Washington, ciento treinta países condenaron el designio israelí de seguir implantando enclaves habitacionales judíos en las tierras ajenas de Al Qods y de seguir sembrando, de esa forma, nuevos motivos de discordia en las generaciones futuras de ambos pueblos.

Para quienes no somos iniciados en los misterios de Hermes Trimegisto el mensaje más importante que entregan estos números --muertos, heridos, votos, residencias usurpadoras-- es el ambiente de confrontación que ha puesto en severo peligro a un proceso de pacificación entrañable y emblemático: en Medio Oriente se utilizaron desde los mitos bíblicos hasta las armas químicas para alimentar una guerra que parecía interminable y que se ramificaba a una decena de países. Si los pueblos de Arafat y de Rabin, tan enconados en su confrontación, fueron capaces de cambiar los tanques y las piedras por la mesa de negociaciones, aquello era un augurio positivo para todo conflicto regional, binacional, religioso o étnico. Si Shimon Peres era capaz de imaginar un ``triángulo fértil'' formado por Israel y dos de sus hasta entonces enemigos --Palestina y Jordania-, sería posible concebir, como capital de ese triángulo, a una Jerusalén plural y abierta a la convivencia, una reencarnación, para el tercer milenio, del Toledo y el Andalus que los reyes católicos destruyeron en el siglo XV.

Pero, cuando uno de los pueblos del Libro está a punto de conmemorar su sacrificio fundacional --y no es cosa de revivir la necia polémica de quiénes fueron los responsables de que el Hijo del Carpintero acabara clavado en la cruz: si sus propios compatriotas judíos o los ocupantes romanos-- la paz en esa tierra parece dirigirse, también, al Monte Calvario.