Las autoridades migratorias estadunidenses y los polleros especializados en el tráfico de seres humanos han convertido la frontera norte en una trampa mortal. Así lo confirman los testimonios de los sobrevivientes de un grupo de casi 150 indocumentados mexicanos que fue llevado al país vecino por uno de esos traficantes, inepto además de inescrupuloso, a través de la inhóspita y peligrosa región de San Vicente. Los testigos dicen haber visto, por lo menos, 15 cadáveres de migrantes que habrían fallecido en el camino, víctimas de la fauna nociva del lugar, de la sed y de la fatiga. Del grupo de los 145, unos 50 fueron rescatados -y, es de suponerse, capturados- por efectivos de la Patrulla Fronteriza. Se desconoce la suerte del resto.
En lo inmediato, salta a la vista la urgente necesidad de investigar el paradero de estos connacionales desaparecidos y de emprender acciones de búsqueda y salvamento para rescatar a quienes pudieran quedar con vida en la zona de San Vicente. En esta perspectiva, acaso las autoridades nacionales deban plantear a Washington la pertinencia de una tarea coordinada y que el país vecino permita participar en ella a personal mexicano de rescate.
Más allá de esta contingencia, es obligado señalar que las políticas antimigratorias de Estados Unidos, las redobladas medidas de persecución contra los mexicanos indocumentados y la construcción de bardas y otros dispositivos de contención en vastas franjas de la frontera común no han conseguido -ni conseguirán- reducir la corriente migratoria. En cambio, han logrado multiplicar los peligros mortales que enfrentan los que se aventuran al país vecino en busca de perspectivas laborales y económicas.
Las autoridades de Washington y las de California deben entender que la masiva llegada a su país y a su estado de trabajadores de México y de otras naciones de Latinoamérica tiene causas estructurales -la aplastante asimetría económica entre una nación y las otras, las crisis laborales y agrarias en los países al sur del río Bravo y la demanda de mano de obra barata por parte de la agricultura, la industria y los servicios estadunidenses- que no pueden ser corregidas con policías, muros fronterizos y campañas antiextranjeros convertidas en leyes de corte xenófobo y racista.
En lo que concierne a nuestro país, es claro que el gobierno debe, en primer lugar, insistir ante Washington sobre lo improcedente, injusto y criminal que resultan sus medidas antimigratorias. Asimismo, debe emprenderse con toda la energía un combate a fondo contra las redes del tráfico de indocumentados. Ello no sólo implica redoblar las investigaciones y la persecución policial en contra de quienes organizan y llevan a la práctica este negocio infame, sino también plantearse la perspectiva de promover reformas legales que tipifiquen con mayor precisión y castiguen con más severidad estas actividades.
Finalmente, ha de entenderse que el flujo migratorio al país vecino no podrá erradicarse en el corto ni en el mediano plazos. Pero el indignante y lamentable episodio de San Vicente debe reafirmar al país en la obligación de proteger con mayor eficacia a sus ciudadanos que emigran a Estados Unidos, y debe ser tomado como un recordatorio de la urgencia de fortalecer la planta laboral en las ciudades, reactivar el campo y crear mínimas condiciones de vida para centenares de miles de mexicanos que, en ausencia de ellas, se ven obligados a buscarlas en la nación vecina y se exponen, con ello, a la persecución, al acoso, a la discriminación, al maltrato y a la muerte.