José Blanco
Juárez al revés

En ocasiones diversas hemos intentado combatir en este espacio la irracionalidad del culto a la personalidad: ese culto primitivo que impide asumir cabalmente una responsabilidad ciudadana de igualdad frente a los conciudadanos, base cultural sin la cual la democracia es imposible. A veces continuamos inclinándonos ante jerarcas, caciques (``malos'' o ``buenos'', de ``izquierda'' o de los otros), dirigentes, héroes, jefes (``natos'' o de los otros), líderes (morales o no tanto), caudillos (civiles y militares), y ante una gran legión de próceres a quienes atribuimos facultades sobrehumanas que provocan desde ingenua admiración hasta verdadero endiosamiento.

Los constituyentes de 1917 y los generales que dirigieran las luchas que condujeron a los acuerdos de Querétaro de febrero de ese año, suelen ser vistos --al lado de los héroes de la Independencia y de los liberales del XIX--, como visionarios padres fundadores que decidieron crear un luminoso futuro para la patria, ideando los medios para erigir una sociedad con justicia social.

Pero --¡oh sino indescifrable!--, por arte de birlibirloque de un subrepticio averno emergieron los malvados traidores y corruptos que, para algunos desde los años cuarenta, para otros en los ochenta, desviaron el único camino que debían haber seguido los mexicanos: el ideario de la Revolución Mexicana (el capítulo de la historia referido a las causas de que malvados, corruptos y traidores resultaron más inteligentes, poderosos, y eficaces que los revolucionarios, está pendiente de escribir).

Esa mitología pueril puede verse, más humanamente, como el afán de mujeres y hombres comunes que con limitaciones vivieron como pudieron los problemas de su tiempo y lucharon por darles soluciones, tal como hoy lo intentan tantos hombres y mujeres para los problemas de nuestro tiempo. ¿O de veras cree usted que Villa, Zapata, Obregón, Carranza, Madero o Mújica, estaban muy preocupados por los mexicanos de fin de siglo? ¿En serio cree usted que estos héroes ``traicionados'' no se defienden porque yacen en sus heladas tumbas? ¿O cree usted de veras que algo puede resultar de pugnar por traer a nuestros muertos a luchar contra nuestros vivos (y vivales) de hoy? ¿Es usted acaso de quienes creen que si Juárez no hubiera muerto...? Justo mi comentario termina con el hombre de San Pablo Guelatao.

Su aportación a la sociedad es inmensa. A los trece años era cosechero de grana y no hablaba castilla. Y desde ahí inicia la travesía que lo vuelve protagonista notorio, creador y defensor de instituciones modernizadoras, indispensables para una sociedad en vías de volverse mexicana. Como gobernador de Oaxaca, crea obras públicas y muchas escuelas normales, construye el Palacio de Gobierno, levanta una carta geográfica del estado y hace diseñar el plano de su ciudad capital. Después su obra modernizadora se extiende a la nación: Ley de Administración de Justicia de 1855 por la que son abolidos los fueros; restablecimiento del Instituto de Ciencias y Artes, promulgación de la Constitución de 1857; expedición, apoyada por el grupo radical (Ocampo, Lerdo, los liberales jaliscienses y los norteños), de las llamadas Leyes de Reforma (independencia del Estado respecto a la Iglesia: la mayor de las instituciones modernizadoras); leyes del matrimonio civil, del Registro Civil, de Panteones y Cementerios; paso de los bienes de la Iglesia a la Nación; cuando debió hacerlo, suspensión del pago de la deuda externa; vigoroso papel como abogado de los indios; defensa sin concesiones de la soberanía nacional frente a Europa y a Estados Unidos.

Su intensa vida pública se condensó necesariamente en el símbolo de lo que era bueno, deseable, necesario, conveniente, valioso: lo mejor para una sociedad que quería --como continúa queriendo--, alcanzar independencia y justicia social. Ese símbolo, como lo hacen las sociedades no maduras, no podía permanecer sólo como idea, como abstracción. El hombre real del que el símbolo surgió es desplazado: la sociedad lo convierte en el símbolo: el símbolo es personificado; y así él se vuelve sobrehumano y héroe.

Frente al acaparamiento (legal o ilegal) de la riqueza, frente a la injusticia y a la impunidad, la máxima de Juárez --el respeto al derecho ajeno es la paz--, revive al hombre símbolo, si no se olvida que para el mexicano el derecho no sólo consiste de las normas legales positivas, sino que incluye su sentido histórico de la justicia social.

El vasto contenido de ese símbolo valioso hoy está en gran medida de cabeza, como nos lo ha mostrado, también simbólicamente, el invertido lábaro patrio izado a medias en la mismísima catedral de México.