La Jornada martes 25 de marzo de 1997

Fernando Benítez
Aquí nos tocó vivir

Cierto, aquí nos tocó vivir, pero no conocemos cómo viven millones de personas donde nos tocó vivir. Cristina Pacheco nos lo muestra. Seguimos el cuerpo fino y ondulante de Cristina que, micrófono en mano, tiene el talento de platicar con los niños que viven en la calle, con los drogadictos, con los ciegos que se afanan en leer la escritura braille para sostener a su familia; habla con los libreros de viejo; con los que escriben cartas para los enamorados en los portales de Santo Domingo; con los que habitan en vecindades semidestruidas por el sismo de 1985; con los cómicos y vendedores de las calles; con las prostitutas, que para sobrevivir venden lo único que tienen: su cuerpo; con algunos de los cinco millonees de devotos que el 12 de diciembre llegan a la llamada antiguamente Villa de Guadalupe (muchos de ellos para pagar sus ``mandas'' caminan de rodillas hasta dos kilómetros y acaban arrastrándose ante las puertas de la Basílica, siempre seguidos por los camilleros de la Cruz Roja).

Cristina nos enseña que hay mucho dolor, mucho sufrimiento en los albergues para ancianos, para niños huérfanos, para madres solteras y sus pequeños hijos; entre los campesinos más pobres, algunos que todavía viven de los magueyes del pulque, y en las colonias más desvalidas de la metrópoli. Pero también nos hace que admiremos, para nuestro consuelo, a las bordadoras de las banderas nacionales, sobre todo las quee se yerguen en el Palacio Nacional y en el Zócalo; a los constructores de marimbas, guitarras o violines; a los bailes y los cánticos de los concheros; a los que tocan en bandas populares; a los que todavía en negocios, como la Casa Tardán, hacen sombreros, gorras y cachuchas. Yo recuerdo muy bien un anuncio de esta casa centenaria: ``Veinte millones de mexicanos no pueden estar equivocados. De Sonora a Yucatán, se usan sombreros Tardán''.

Es admirable que una pequeña mujer, como Cristina, esté animada siempre por una gran fortaleza humana. Continuamente volando de una estación de radio a una televisora o al periódico (donde publica su Mar de historias). Cristina vive abrumada por telefonemas y avisos que siempre atiende gustosa.

Yo pertenezco al consejo de la crónica, pero debo confesar que Cristina Pacheco, sin pretenderlo, es la mejor cronista de la ciudad; sabe más de la metrópoli que los miembros del consejo, por eminentes que sean.

Gracias a ella hoy sabemos dónde nos tocó vivir y qué debemos hacer en provecho de ese enorme potencial humano que nos revela. Podríamos decir: tarea cumplida, pero Cristina no la da por terminada y sigue trabajando, firme e inspirada por su extraordinaria labor.