Hermann Bellinghausen
Salida por fuego

Get in your gold car and go, little sister./ Get in your gold car and go.
Morphine

1. Veranda tenía por único haber una casa de verde muy digestivo, bien decorada en flores de papel por su madre; era parte del naufragio de aquello que, no muchos años hace todavía, llamaba ``mi familia'', o ``la familia'', indistintamente.

Del oscuro fingimiento de unos padres que se odiaban, y unos hermanos siempre cómplices de alguien más, pasó Veranda a la revelación de los medios hermanos, el adulterio institucionalizado en la vergüenza de un padre sinvergüenza, y la final conquista autónoma de una identidad después de las estirpes.

Perdió la casa, la dejó perder mientras se adentraba en la oscuridad del sótano donde se liberó.

Hasta entonces había sido tan ancha su soledad que era incapaz de reconocer el amor cuando se le insinuaba. No identificaba las compañías, las hacía escuchar su interminable desventura sin sustancia. No volvería a tener otro hijo. Demián era parte de su abismo. La más dolorosa: el amor de madre que no puede ser una madre.

Cuando decía su edad, uno quedaba sorprendido. Era increíblemente joven todavía, aunque sus ojos parecieran cargados de edad. Demián, en cuanto dejó sus brazos y sus tetas, fue un hijo de la tribu. Las responsabilidades de Veranda eran limitadas.

¿Qué tribu? La que su confusa maraña de vida le rodeaba el cuerpo, sus palabras, los aposentos donde acertaba a concluir su existencia, densamente nocturna.

--Mis días son cortos como en las películas de vampiros --decía.

Para Veranda, desde casi niña, la noche era una mar qué navegar, un camino sin ruta fija que le estragaba el estómago de pastas, aceites y cualquier cosa que le ofrecieran de fumar. En su robusta pasión inútil, Veranda encontró razón de ser y lugar. Un día decidió hacerse cargo del sismógrafo.

``Meridiana. Así me siento. No vengan por mí. Estoy quieta. Con ustedes, si quieren. Estoy bien.''

A la gente avergonzada, las palabras la asustan más que los hechos. Después de escribir eso, de pronto aparecieron los espantados resabios de familia: una madre fuera de sí, un hermano inexplicablemente violento y un enfermero. Nos trataron a todos los de la tribu como si fuera culpa nuestra, y se la llevaron.

The world was moving and she was right there, and she was.
Talking Heads.

2. No envenenaba su pensamiento con ideas, pero eso no quiere decir que no pensara, que no estuviera en condiciones de hacerlo, en caso necesario.

Llevaba en las venas o en los nervios un sismógrafo prodigioso. Ese era su tesoro, y su tormento. Sentía todo, en un órgano desconocido para nosotros: una percepción sutil que lleva integrado un senso-round pa dentro.

--No está para cuidar, sino para que la cuiden --iba diciendo su mamá cuando se la llevaron. Se había puesto de acuerdo con un doctorcito de la vieja guardia, panista de seguro, para sacarla de circulación. Creyeron que se la llevaban. Cómo se ve que no la conocen.

No se puede negar que esos días Veranda andaba alterada. Su sismógrafo vibraba en exceso. Pero ella es fuerte. Si no fuera por su cuerpo de deportista, tan sólido (y atractivo), ya se hubiera quedado en una de sus bajadas.

Poco después del secuestro (eso habían hecho sus parientes, secuestrarla), se las arregló para llamar al Bruno (por el celular birlado del doctorcito) desde el encierro terapéutico, y le propuso un plan, por demás sencillo. Bruno, además de ser el del teléfono, es el enlace de la tribu: cartero, recadero, el que consigue las chelas, el que arma las mudanzas (la tribu es banda que se muda seguido).

Lo que Veranda ideó fue que asaltáramos la clínica. Así de sencillo. Dijo que el miércoles era el mejor día, y que el velador de la entrada no tenía pistola.

Llegamos preparados para el primer asalto de nuestra vida. No hizo falta. Dos cuadras antes se oían las sirenas y pasó una pipa de bomberos. Frente a la clínica, patrullas y mangueras se disputaban la escena. La Cruz se alejaba sin heridos. Se había prendido la bodega, donde guardaban las sábanas, las batas, los manteles, las servilletas y las camisas de fuerza. El trapo arde, apretadamente. La humareda empezaba a disiparse. El doctorcito, con la bata tiznada, se jalaba los pelos ante el oficial de policía, explicándole que se le habían perdido unos ``pacientitos'' (con esa despectiva expresión pretendía afectar control de la situación), que le ayudaran a recuperarlos.

El oficial le preguntó si eran peligrosos para la sociedad. El doctorcito, recurriendo al refranero de su profesión, respondió circunspecto: ``Son peligrosos para sí mismos, pueden hacerse daño''. El oficial le dio la espalda. Siendo así, los ``pacientitos'' no eran de su jurisdicción.

Nos sentimos ridículos en el tumulto. Bruno con la pistolita 22, yo con una soga y los otros con navajas de botón que acabábamos de comprar en el Metro Taxqueña.

Atrás de nosotros, nos tocó el hombro a Bruno y a mí, vestida de enfermera y con cara de todo menos de enferma.

--Se pelaron todos --celebró, radiante, a manera de saludo.

Había armado su pequeña Bastilla, y no pensaba voltear atrás. Por si alguien dudaba de su capacidad para pensar. Fue por Demián, directo de allí, y llenó con sus pertenencias una mochila que le prestamos; y luego, a los Cien Metros.

La acompañamos la tribu. ``Voy a estar bien'', dijo al final. Seguramente iba a estarlo. Con Demián, que estaba bien contento, cogido de la mano, Veranda se avalanzó al Línea de Oro para otra parte y mejor vida suya, de su hijo y de su precioso sismógrafo, que en esta ciudad la pasa del carajo.