Héctor Aguilar Camín
La ola perredista
El Partido de Acción Nacional parece estar olvidando lo que el Partido de la Revolución Democrática empieza a practicar con éxito. A saber: que no es con un rostro airado y con una oposición rijosa como puede atraerse a ese electorado silencioso y oscilante, indeciso, que ya define en México quién asciende al poder. El PAN se enreda en la defensa del ex procurador Lozano y secunda a Diego Fernández de Cevallos en su pleito de papel contra el presidente Zedillo, mientras el PRD avanza en los electores, triunfa en Morelos, celebra elecciones primarias, atrae candidatos y escala de un golpe 15 o 20 puntos en las encuestas para situarse como la primera fuerza de la Ciudad de México, con Cuauhtémoc Cárdenas a la cabeza.
Todo indica que estamos en el inicio de un auge electoral perredista. Es posible alegarles cualquier cosa, menos que no se lo han ganado en buena ley. El PRD ha corregido exitosamente formas y métodos de lucha política, ajustándolos más a la expectativa pública y a la realidad electoral. Hemos visto a Cuauhtémoc Cárdenas sonreír y debatir con naturalidad, triunfar sin triunfalismos en las elecciones internas sobre un competidor verdadero, ofrecer a los votantes serenidad y experiencia, buena facha y buen humor. Hemos visto al PRD buscar caminos más sólidos que la movilización rutinaria y la toma recurrente de plazas públicas. Lo hemos visto cuajar alianzas y encontrar opciones ganadoras, procesar razonablemente sus diferencias internas y abrir algunas de sus mejores posiciones a candidatos externos, nuevas figuras del partido.
Como en la ola de triunfos panistas de 1995 y 1996, en la marea perredista de hoy se siente la mano organizadora de una dirigencia nacional que ha fortalecido a su partido y ha sabido comer de las fallas y desgajamientos de los otros. No le tiembla el pulso a esa dirigencia para actuar pragmáticamente y sumar aliados, aun si son discutibles. No la entorpece tampoco el principismo ideológico, la proclividad a pelear a muerte por ideas vagas antes que por realidades tangibles, proclividad que ha sido el lastre histórico de la izquierda. Salvo en la contienda por Tabasco --fuerza, pasión y a la postre debilidad del dirigente nacional perredista, Andrés Manuel López Obrador-- el PRD ha bajado los énfasis de la movilización y de la protesta, y ha subido los de la organización partidaria y la búsqueda del triunfo en las urnas.
El PRD ha enderezado también sus baterías al sitio de donde más rápido puede obtener políticos hechos y nuevos seguidores. Ese sitio es el mismo de donde han venido hasta ahora los dirigentes fundamentales del perredismo --Cárdenas, Muñoz Ledo y el propio López Obrador--, el lugar del antiguo monopolio de la clase política del país que a la hora de la transición democrática tiene figuras e inconformes suficientes para dar y prestar. Me refiero obviamente al PRI. Tan eficaz ha sido esta política de reclutamiento, que hay ya dentro del PRI quienes piensan que éste desaparecerá para refundirse en el PRD.
La ola perredista tiene fuerza y momento. Se diría que el PRD no necesita sino mantener el rumbo, acabar de ajustar sus formas a la expectativa de los votantes, ofrecer junto con su programa y sus principios, garantías de equilibrio y respeto para todos. Se diría que el triunfo futuro está en sus manos. No dependen para lograrlo sino de mantener sus aciertos y no incurrir en errores. Hay riesgo de errores. El acto de arranque de campaña perredista del 21 de marzo pasado mostró algunos de ellos.
El primero y más evidente es el triunfalismo, del que sobraron muestras entre los oradores. Según lo reportado en la prensa, los concurrentes debieron salir del mitin con la certidumbre de que habían ganado todo, incluyendo el veredicto de la historia. Entre la convicción de Cuauhtémoc Cárdenas de que la historia les ha dado la razón y su advertencia de no dormirse en ``laureles no ganados'', la segunda parece más realista que la primera.
Un segundo riesgo de error es la rijosidad partidaria, revanchista frente al gobierno y descalificadora frente a sus adversarios oposicionistas. La idea, poco o nada democrática, de que uno es la suma del bien para la república y los demás contendientes son parte del mal y están coludidos entre ellos, arroja sobre el PRD una sombra de intolerancia más que una expectativa de justicia. Tampoco de esa rijosidad faltaron muestras en los discursos del 21 de marzo. Confundir el auge electoral con un mandato de revancha histórica y no con una oportunidad de gobierno, es un riesgo que puede ser fatal si el electorado silencioso presiente que va a elegir a un vengador y no a un gobernante.
Bajo la oleada favorable y en ascenso, algo del núcleo duro y confrontacionista de siempre permanece intacto en el PRD. Ese es su adversario a vencer.