MIRADAS Ť Carlos Martínez Rentería
Jugar al doctor

El mediodía se mete bochornoso por los ventanales, es un espeso brote de luz cuajado de partículas azules desprendidas de las cobijas recién oreadas. Debajo de la cama de los abuelos está la bacinica de peltre, blanca y descarapelada, con orines espumosos. Sobre resortes oxidados descansan los viejos colchones de mil batallas; abajo, en el rincón, junto a la pared de adobe, dos jóvenes juegan al doctor. No es necesario jurarle nada a Hipócrates.

Las horas de la escuela han terminado y los impúberes, casi adolecentes, se saben en el espacio neutral para sus descubrimientos sensuales.

En la cocina hierven los frijoles y el mediodía transcurre suspendido sin tiempo. Dejar las mochilas, comerse alguna fruta y en la seductora clandestinidad compartida inicia el ritual: el descubrir de los cuerpos, las diferencias genitales que al parcer son resultado de caprichos incomprensibles, se intuyen respuestas basadas en informaciones a medias: ``por ese hoyito nacen los niños... el pito sólo sirve para hacer pipí y para jalártelo en el baño... También cuando juegas al doctor se te pone duro''.

No se sabe con certeza si los adolescentes de hoy sigan jugando al doctor o prefieran un apasionado chat por internet, pero al menos para la generación nacida en los 60 (al compás de Fiebre del sábado por la noche) fue una de las primeras posibilidades de vivir su erotismo.

La dinámica era muy sencilla: primero encontrar un lugar y un momento ideal: la casa de los abuelos, el cuarto de azotea, el salón más alejado de la escuela. Por lo regular el papel de enferma lo jugaba ella, casi siempre más experta (aún siendo de menor edad) que los inquietos doctores. Lo adecuado era sólo un médico, pero con frecuencia entre varios se daban más valor. La auscultación comenzaba por el pecho; a falta de estetoscopio el galeno acercaba su mejilla al palpitante y tibio seno en formación. El recorrido seguiría hasta donde la enferma lo permitiera o hasta que algún intruso lo interrumpiera todo. En ocasiones, si había suerte, el doctor podría meterse hasta las amígdalas.

La complicidad del juego nunca se rompió, aun en los momentos de mayor excitación: ella era la enferma y él un doctor (en algunos casos se invertían los papeles). Llegaba un momento en que ninguno de los dos conocía el paso siguiente o prefería no saberlo. La magia clandestina de sentir era suficiente.

Ya después, motivados por las primeras novias o novios, las primeras películas y revistas porno, las sirvientas acomedidas, las putas, ``vírgenes perpetuas'', el absurdo mundo religioso de las prohibiciones, las competencias escolares para saber quién aún era quinto (nadie es capaz de reconocerlo), tarde o temprano llega la primera vez, pero eso ya es otra historia.

Difícilmente alguien podrá olvidar esas primeras emociones del erotismo en su estado de pureza sexual, es decir, sin la pretensión premeditada del coito, sólo por el placer de sentir, de descubrir, de jugar al doctor.