La Jornada Semanal, 23 de marzo de 1997


Lejos del hombre

Jesús Ramírez Bermúdez

Jesús Ramírez Bermúdez nació en Cuautla, en 1972, y actualmente hace su servicio social en medicina. Ha publicado cuentos y ensayos. Su pasión por la ciencia ficción y por la neurología lo llevaron a escribir el documentado ensayo con el que abrimos nuestro dossier sobre la inteligencia artificial en las inquietantes tramas de Stapledon, Bester, Ballard, Herbert, Lem, Dick y Silverberg. Lo que empieza a continuación no necesariamente es humano.



Una estrella inteligente, una nebulosa y un perro inteligentes. Un alma, un bardo artificial. Una inteligencia humana que evoluciona mediante radiaciones, a través de fármacos, mediante drogas vivas. En la literatura de ciencia ficción, el tema de la inteligencia artificial sólo puede ser comprendido si se advierte que forma parte de otro proyecto más vasto: investigar las posibilidades de la inteligencia en sí.

Hacedor de estrellas (1937), de Olaf Stapledon, estudia el sitio de la inteligencia humana dentro de una constelación más amplia; en primer término, es comparada con la inteligencia de razas imaginarias, habitantes de mundos localizados a años luz: seres cuya vía sensorial más importante es la olfativa, con todo el impacto que eso provoca sobre su estructura conceptual: no se habla allí de una persona lúcida o brillante, sino sabrosa; posteriormente se describen razas cada vez más distintas a la humana: seres compuestos, semejantes a grandes parvadas de pájaros unidas por una conciencia común; seres simbióticos, integrados por una criatura semejante a un pez que habita en el ambiente interior de un ser parecido a un cangrejo. Esto, se detiene a reflexionar Stapledon, implica grandes ventajas para la evolución de la conciencia, pues el ser simbiótico desarrolla un alto poder de comunicación consigo mismo y una consideración intrínseca hacia los demás, lo cual se expresa en una sociedad organizada siempre desde el punto de vista del amor. Este amor, reflexiona Stapledon, es la espiritualidad de los seres simbióticos, semejante en todo a la de la pareja humana. Ahora bien, la imaginación de Olaf Stapledon no se detiene en esa metáfora y va más lejos. Los capítulos finales del libro narran la paulatina integración de todos los seres inteligentes para formar una gran conciencia unificada, una conciencia cósmica que termina por investigar su propio origen, lo cual sucede de la siguiente manera: en algún momento de su evolución, la conciencia cósmica recibe señales muy básicas, al parecer provenientes del universo primitivo; primero son consideradas como probables manifestaciones de algún microorganismo, pero más tarde se descubre que son enviadas por nebulosas; y es que en el universo temprano, el espacio era aún tan reducido que la materia de cada nebulosa se traslapaba con la de las otras. Esta interacción terminó por desarrollar en cada nebulosa la conciencia de sí misma en el propio instante en que advertía la existencia de las demás. Con el tiempo, las nebulosas aprendieron a desarrollar un código, un sistema de comunicación a través de pulsaciones de sus propios cuerpos. De esta manera, se asiste al nacimiento del lenguaje. Si esos momentos son emotivos, no se debe a que la belleza de las imágenes nos hace olvidar las imprecisiones científicas de Stapledon, sino a la vía metafórica que utiliza para decirnos que la conciencia de sí se desarrolla mediante el otro, y que el lenguaje tiene su origen en el contacto. El resto de la historia de las nebulosas es dramático, pues la primera enfermedad hace su aparición en la historia del universo: paulatinamente, cada nebulosa se percata de que partes de su cuerpo se colapsan, se condensan, caen hacia adentro de sí mismas transformándolas en piedras de luz. Lo que las nebulosas ignoran es que estamos ante el origen de las estrellas, cuya nueva inteligencia consiste en la capacidad para mantener el orden del espacio-tiempo, para conservarlo y constituirlo a través de una danza casi eterna. La culminación de esta extraña novela-ensayo es el encuentro de la conciencia cósmica con su creador, el Hacedor de estrellas.

Un autor clásico pero poco conocido fuera del mundo altamente especializado de los cienciaficcionarios, es Alfred Bester, cuyas novelas El hombre demolido (1953) y Tigre, tigre (1955), tienen mucho que decir acerca de las posibilidades de la inteligencia, particularmente cuando es catalizada por facultades como la telepatía o la teleportación. En El hombre demolido, por ejemplo, la policía mundial está constituida por telépatas. No se ha cometido un crimen en años. El protagonista de la novela decide cometer un asesinato, pero para evadir la vigilancia telepática deberá evadir sus propios pensamientos. El conflicto, una verdadera paradoja al estilo oriental, nos recuerda otro acertijo similar planteado por Michael Ende en La historia interminable: una puerta que puedes abrir sólo si no deseas hacerlo. Para resolver el problema, Bester no recurre al Zen, como Ende, sino a un truco ingenioso y sucio: el personaje acude a un mercado, como sólo puede haberlos en el siglo XXIV, donde una mujer le implanta en el pensamiento una canción espantosamente repetitiva, de manera que durante toda la escena del crimen su cerebro transmite únicamente una tonada y una letra ridículas. El tema de la telepatía es retomado en Tigre, tigre, pero aquí se trata de un poder desafortunado, porque la muchacha que lo padece no es capaz de leer pensamientos ajenos sino que transmite los propios involuntariamente.

Un modelo nuevo de inteligencia fue diseñado durante esa época por Theodore Sturgeon en su mejor novela, Más que humano. Se trata aquí de la idea de un Homo Gestalt, un ser integrado por varios niños con trastornos neurológicos y un idiota, donde el total no es igual a la suma de sus partes. Durante casi toda la historia sólo podemos ver la acción de cada personaje separado, y se requiere un esfuerzo de abstracción para comprender que la lógica que subyace y enlaza los actos dispersos es la del Homo Gestalt; o quizá, para hablar con propiedad, esa lógica es el Homo Gestalt.

Tras la década de los cincuenta se desarrolló un tipo enteramente distinto de ciencia ficción: el movimiento conocidocomo Nueva Ola, constituido por autores como J.G. Ballard, Michael Moorcock, Roger Zelazny y Robert Silverberg. Esteúltimo escribió Muerto por dentro (1972), una novela acerca de la telepatía, tema que no inaugura aquí un relato épico, ingenioso y desmesurado al estilo de Alfred Bester, sino un texto narrado en primera persona, introvertido, acerca de la vida cotidiana de un telépata durante los años setenta. A pesar del poder que lo hace único, el personaje lleva una vida ordinaria: obtiene (poco) dinero haciendo los trabajos escolares de estudiantes perezosos, su vida sexual y sentimental es mediocre, y en general, a pesar de ser una persona brillante, no puede dejar tras de sí un estilo parasitario de vida. La interesante lección de la novela se da cuando el don de la telepatía se extingue y el personaje se ve ante la necesidad de afrontar su soledad y vacío interiores.

Si hemos recorrido, hasta aquí, unas cuantas novelas fundamentales para comprender cómo investiga la ciencia ficción el asunto de la inteligencia, ha sido para mostrar que la inteligencia artificial no puede ni debe sorprendernos. La inteligencia artificial se obtiene a través de la manipulación humana de la naturaleza. Al respecto, dentro de la ficción especulativa es posible distinguir dos clases de obras: aquellas donde se manipula la propia naturaleza humana y aquellas donde se diseña un ente no humano con facultades mentales comparables a las del diseñador.

De la primera estirpe existen ejemplos brillantes: Dune (1965), de Frank Herbert, una obra pionera en cuanto al efecto de los fármacos sobre la vida mental. El adolescente Paul Atreides utiliza una sustancia, "la especia", para descubrir el acceso a la memoria genética: memoria transgeneracional, biológica, en sustrato, que contiene los recuerdos de sus antepasados y le permite alcanzar una comprensión de sí mismo que va más allá de su historia personal, literalmente: Atreides puede perderse en el discernimiento del plan maestro, el signo oculto que conecta el origen de la especie con su situación presente; después, será capaz de utilizar ese mismo canal de información para vislumbrar el futuro (por eso, al perder la vista, es un ciego lúcido, que no ve su entorno pero ya lo conoce). Dune también explora la manipulación de la naturaleza inteligente en otro sentido; la madre de Paul Atreides utiliza la especia sin saber que está embarazada, y su hija es un personaje singular, con grandes poderes espirituales pero cuya ética pierde misteriosamente un valor: la compasión.

Durante 1965 fue escrita otra novela acerca de la modificación de la inteligencia a través de fármacos, pero esta vez con el estilo mucho más arriesgado de Philip K. Dick. En Los tres estigmas de Palmer Eldritch diversos personajes gastan fortunas en un tratamiento radiactivo, que al parecer modifica la información más íntima de sus organismos y los hace evolucionar, es decir, los transforma en el ser humano que de otra forma habría tardado milenios o millones de años en aparecer. El costo del tratamiento es importante, porque ser evolucionado se convierte en un signo de estatus. Ahora bien, el tema central de la novela es el uso de drogas psicotrópicas; al principio, la acción se ubica en Marte, donde la vida es árida y la economía un desastre. La mayor parte de la gente tiene maquetas y juguetes con figura humana que representan diversos personajes. Con ayuda de un fármaco especial, los jugadores se transforman ilusoriamente en los personajes del mundo de juguete; una vez inmersos, son incluso capaces de interactuar entre ellos, representando cada uno una figura distinta; cuando termina el efecto de la droga, sus conciencias regresan a la vida en Marte, ansiosas por conseguir nuevas maquetas y productos para disfrutarlos cuando vuelvan a drogarse. Hasta aquí, las imágenes de P.K. Dick parecen una parodia del estilo de vida estadunidense de su época, pero el resto de la novela es más difícil de interpretar. Desde una constelación remota es traído un nuevo tipo de fármaco cuyo efecto es enigmático porque, según el empresario que lo pone a la venta, los universos alucinados que permite crear no son alucinados en absoluto, sino reales; y el usuario es capaz de habitar en ellos de manera completa; la pregunta Ƒes posible regresar a la realidad?, queda anulada, porque, muy al estilo de Philip K. Dick, hacia el final de la novela el concepto mismo de realidad ha quedado trastocado.

Tiempo de cambios (1971), de Robert Silverberg, es otra novela acerca de los efectos de fármacos sobre la vida mental; en este caso, los cambios que la "droga sumarana" provoca afectan principalmente la esfera del lenguaje. Es preciso imaginar una sociedad en la cual la palabra "yo" ha sido desterrada. Pronunciar ese pronombre se considera un acto de vanidad que pone en peligro la cohesión social, porque predispone al aislamiento y la falta de consideración hacia los otros. Ahora bien, los protagonistas utilizan una sustancia que permite una comunicación total, telepática, entre los individuos que la consumen. El alma de uno queda desnuda ante la conciencia del otro. Tras la experiencia de mostrarse a los demás, el personaje central recupera el valor de sí mismo y el deseo de pronunciarse, con lo cual inicia una revolución del lenguaje.

Una concepción más actual acerca de la manipulación de la inteligencia a través de la ingeniería genética, es desarrollada por Geoff Rayman en The Child Garden (1989), en la cual la humanidad es educada importando ADN al cerebro mediante una infección viral. En otras novelas, como El juego de Ender (1985), de Orson Scott Card, la tecnología es usada para catalizar la inteligencia humana pero de una manera radicalmente distinta: mediante la interacción con una computadora tan sofisticada, que el ordenador toma elementos de la historia personal del protagonista y lo obliga a confrontarlos, en una especie de juego de video que toma dimensiones casi oníricas y afecta no sólo el componente cognoscitivo del jugador, sino las fibras más privadas de su inconsciente.

La segunda concepción de la inteligencia artificial, la que se refiere a las facultades intelectuales de un ente diseñado por un ser humano, es la clásica, y quizá sea la primera en aparecer, también, en la historia de la ciencia ficción: Karel Capek trajo a la literatura en 1921 la palabra robot, que desde entonces ha sido uno de los términos favoritos del género, con amplia difusión en los mundos cienciaficcionados del comic y el cine, e impulsado poderosamente en la literatura por la serie inaugurada con Yo, robot (1950) de Isaac Asimov.

Una obra que merece particular atención es Ciberiada (1965), de Stanislaw Lem, uno de los pocos escritores de ciencia ficción que utiliza el sentido del humor como una herramienta esencial para dotar a sus historias de una dimensión existencial. Ciberiada es una colección de relatos acerca de un tiempo indeterminado en el cual la especie humana ha sido totalmente olvidada. Los protagonistas son un par de robots ingenieros, capaces de encender o apagar estrellas. En esta obra la inteligencia artificial no es cuestionada: es un hecho, y tiene la forma y la extraña belleza de la geometría y las matemáticas, y, como éstas, es capaz de introducir el absurdo en el cuerpo del orden.

Philip K. Dick también escribió una tríada temática sobre creaturas inteligentes diseñadas por seres humanos: las novelas Los simulacros (1964), Podemos construirle (1966) y ƑSueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968). No se trata en este caso de toscos cuerpos de metal animados por algún tipo de energía, sino de androides semejantes en todo a un ser humano, salvo en sutilezas intracelulares, pues son fabricados mediante ingeniería genética. Pero su condición psicológica y social es notablemente diferente a la humana: al parecer, P.K. Dick expresa una especial preocupación por la búsqueda de identidad de estos androides, pero también por el conflicto que esto provoca en los seres humanos. En ƑSueñan los androides con ovejas eléctricas?, llevada al cine con el nombre de Blade Runner, un policía encargadode matar androides que transgreden la ley experimenta una crisis de ansiedad cuando una serie de evidencias y conjeturas, dispuestas por sus enemigos, le hacen creer que, de hecho, él mismo puede ser un androide. La línea divisoria entre la persona humana y la artificial se ha hecho tan delgada que el protagonista no está seguro de a cuál bando pertenece. Como en otras obras de Philip K. Dick, escarbar en el suelo de la inteligencia artificial termina por convertirse en un cuestionamiento desesperado sobre el significado de otra palabra: humanidad.

Finalizo esta exposición con la reseña de una historia inusual. La tetralogía del Mundo del Río, de Philip José Farmer, constituida por A vuestros cuerpos dispersos (1971), El fabuloso barco fluvial (1971), El oscuro designio (1979) y El laberinto mágico (1980), narra el misterioso renacimiento de la humanidad en un mundo desconocido, enorme, atravesado por un gran río. Quien muere allí, renace de las aguas. Si este mundo es el cielo o el infierno, o el experimento de una raza extraterrestre, nadie lo sabe; en todo caso, la humanidad parece estar sola en el Mundo del Río, así que se dedica a vivir a sus anchas; el lector asiste al nacimiento de la sociedad humana más diversa de la historia, en la cual conviven (y compiten) pilotos de la segunda guerra mundial, mayas, hebreos, faraones egipcios. La energía eléctrica es reconquistada, vuelven a construirse microscopios, barcos, globos; la ciencia y las artes alcanzan una síntesis sin precedentes y una nueva temática Los protagonistas realizan varios descubrimientos: que han sido puestos en ese planeta por seres extraterrestres conocidos como "los Éticos", que el alma humana es una entidad física, y que, además, esa alma fue producida por una máquina, casualmente, en alguna época del universo.

Quizás esa última fantasía sea suficiente para mostrar con nitidez que no es fácil establecer diferencias entre lo humano y lo artificial. La ciencia ficción ha eludido las metáforas fáciles que usan la imagen del robot para criticar el comportamiento mecanizado del ser humano en la era industrial; ha evitado tanto las apologías como las críticas simplonas al uso de sustancias psicotrópicas, y ha preferido imaginar el autoconocimiento de los cuerpos celestes, el lenguaje de los animales, el encierro paradójico de un hombre capaz de leer pensamientos ajenos, y la metafísica de los androides. Al investigar las posibilidades de la inteligencia artificial, la ciencia ficción ha participado de un proyecto más vasto: imaginar los límites de la inteligencia en sí. Ahora bien, buscar lo esencial de la inteligencia en el comportamiento de un cuerpo celeste, un animal o una máquina, nos conduce a una cuestión nueva: Ƒno será que la inteligencia es mucho más que un don humano? Al terminar la lectura de las novelas que se han mencionado, es casi inevitable considerar a la inteligencia como un patrón primordial de la naturaleza del cual, afortunadamente, participamos, y es difícil no sentir el movimiento del mundo como un movimiento inteligente. Es muy probable que tanto las novelas aquí reseñadas como este mismo ensayo sean sólo manifestaciones tenues del deseo y el trabajo del universo por alcanzar el conocimiento de sí mismo.