La Jornada Semanal, 23 de marzo de 1997
A principios del siglo XIX nació el más conocido de los
hombres salvajes del romanticismo. La comadrona de este parto
monstruoso fue la escritora Mary Shelley, quien publicó en 1818
su famosa novela Frankenstein, dando origen a un poderoso mito
que sigue vivo hasta nuestros días. Aquí hallamos la
crítica típicamente romántica al
científico racional que, ilustrado por la filosofía
natural, emprende la tarea de fabricar un ser inteligente animado de
vida a partir de materia muerta. El mito del hombre salvaje adopta
aquí una modalidad muy importante: por vez primera se hace
explícito el hecho de que es un ser artificial, aunque
reproduce los estereotipos del hombre natural. La contradicción
es evidente, pero es precisamente esta incongruencia lo que explica la
revitalización del viejo mito y la fascinación que ha
ejercido desde que Mary Shelley publicó el libro: el monstruo
gigantesco creado por el doctor Victor Frankenstein en su laboratorio
resulta ser originalmente bondadoso, cariñoso y sentimental,
aunque terminará actuando tan brutalmente como los salvajes que
pintó Goya. Sin embargo, el monstruo creado por Frankenstein no
es un ser natural: es la creación artificial de un
científico animado por el espíritu racionalista de la
Ilustración. Se trata de un monstruo artificial que
actúa, por decirlo así, en forma natural y que incluso
es capaz de autodestruirse para acabar con la violencia que nace en
él como respuesta a los agravios que recibe. La historia del
monstruo de Frankenstein sigue un esquema esencialmente rousseauniano:
es la sociedad la que vuelve maligna a la criatura artificial. Pero
ello ocurre en una forma que Rousseau no hubiese aprobado, pues la
malignidad del monstruo es provocada por la soledad a la que es
condenado, como él mismo dice: "Mis vicios son criaturas
de una soledad forzada que aborrezco." Esta idea procede
directamente del padre de Mary Shelley, el pensador libertario William
Godwin, quien pensaba que la soledad engendra vicios y que la
felicidad sólo puede surgir de objetivos de carácter
social. Godwin ejerció una gran influencia también sobre
su discípulo Percy Shelley, el poeta romántico que se
casó con la hija de su maestro y que colaboró
ampliamente en la redacción de Frankenstein.
Con una lógica impecable, el monstruo le había exigido al doctor Frankenstein que fabricase otra criatura similar a él, pero hembra, para remediar su soledad; sólo así cesarían de corroerlo los impulsos malignos. El doctor inicia la elaboración de una horrible criatura femenina, pero se arrepiente y destruye la obra iniciada, lo cual enfurece al monstruo. Otro ser salvaje de la época, en contraste, sí logra encontrar a su contraparte femenina: a Papageno, el hombre-pájaro de La flauta mágica de Mozart, le es permitido al final encontrar a su Papagena, en la que siempre ha soñado. Papageno es un noble salvaje pacífico, e incluso cobarde, que exclama: "Combatir no está hecho para mí [...] Soy de esa clase de criaturas de la naturaleza a las que les basta dormir, comer y beber. Y si me pudiese encontrar a una bella mujercita, entonces..." En cambio, el príncipe Tamino representa la lucha de la civilización para alcanzar la luz y la sabiduría; pero necesita un acompañante y guía salvaje para emprender el largo viaje. Este acompañante semi-animal, que no es peludo pero sí plumado, es una especie de Sancho Panza: un hombre salvaje grotesco y fanfarrón, miedoso y mentiroso, que se convierte en la inevitable sombra irónica del gentilhombre ilustrado de fines del siglo XVIII.
El monstruo creado por Frankenstein, en contraste, es la sombra destructiva que persigue al hombre de la Ilustración. El origen de la novela se encuentra envuelto en la niebla de un mito romántico que lo ubica en los Alpes, el hábitat tradicional del hombre salvaje; muchas de las escenas más dramáticas de la persecución del monstruo por su creador ocurren en la región alpina. Según Mary Shelley la idea de su novela surgió durante una visita que ella y su marido hicieron, en el verano de 1816, a Lord Byron, quien vivía en Ginebra a orillas del lago; una lluvia incesante los confinó a largas veladas encerrados en la casa, durante las cuales organizaron una competencia: cada uno debía escribir una historia de fantasmas. Así nació el monstruo de Victor Frankenstein en la mente de Mary Shelley, aunque es muy probable que esta competencia no haya ocurrido nunca y sea un mito literario creado por ella, pero es revelador del contexto romántico, alpino y rousseauniano, bajo cuyo influjo fue escrito el relato de cómo la energía y el entusiasmo de la imaginación científica construyeron un monstruo salvaje que se refugia en las nevadas montañas, se alimenta de bayas y bellotas y duerme en las cuevas del Mont Salêve.
La artificialidad de la criatura humanoide de Frankenstein se liga estrechamente a otro tema fundamental, que añadirá al mito nuevas dimensiones; me refiero a la transposición de un problema moral al terreno de la estética. La malignidad del monstruo fabricado por Frankenstein no es un fenómeno ligado al espíritu original que anima a la criatura. En la novela el problema radica en que la cirugía, la química y la filosofía natural del hábil doctor Frankenstein han invocado una criatura horrible y deforme, cuya extrema fealdad inspira un terror incontrolable en todos los que lo contemplan, comenzando por su propio creador. La única persona que trata bien al monstruo es un hombre ciego; todos los demás reaccionan con horror ante su presencia y lo persiguen para exterminarlo. La patética criatura no sólo es el fruto maldito de la incapacidad de la ciencia para crear belleza, sino que también es víctima de la incapacidad del hombre de descubrir la bondad espiritual oculta por una apariencia física monstruosa. Hay que recordar, sin embargo, que en aquella época nacía una teratología científica que logró lo que se había creído imposible: introducir orden en los seres anormales que parecían provenir del azar y de los accidentes que mezclaban inarmónicamente diversos elementos anatómicos (o que eran un signo excepcional impreso por Dios en algunas de sus criaturas). La armonía y el orden que los biólogos fueron introduciendo en los fenómenos monstruosos culminaron en los cuatro tomos del Traité de tératologie que Isidore Geoffroy de Saint-Hilarie publicó entre 1832 y 1837. No sólo el arte, como había deseado Boileau, sino ahora también la ciencia podía convertir al monstruo en un ser atractivo. Pero el doctor Victor Frankenstein no logra que su engendro sea un ser atractivo; por el contrario, el resultado es un salvaje noble pero extremadamente repulsivo, a tal punto que convoca de inmediato la violencia destructiva de todos aquellos que lo ven. De esta manera, como ha notado Marie-Hélène Huet, la estética romántica exploraba la naturaleza de la creación artística para afirmar el poder extraordinario pero trágico de la obra de arte. No es suficiente establecer el carácter mimético del monstruo como suplemento de la vida humana original para entender los efectos peligrosos de la creación de Frankenstein. La tragedia no radica en la imitación de la naturaleza, que desvirtúa el modelo original; la corrupción se desencadena debido al hecho fatídico de que el científico no logra crear una belleza suplementaria capaz de convocar, a pesar de su artificialidad, las virtudes morales de los hombres.