La Jornada Semanal, 23 de marzo de 1997
Así como sin notarlo vamos junto a ondas radiales y televisivas
y dentro de todo un mundo cibernético, del mismo modo nos
envuelven las formas de la Filosofía. Para captar a los
primeros movemos un switch; para comprender las segundas debemos
preparar nuestra conciencia. Tal podría ser la
descripción que nos hace uno de los más extraordinarios
físicos y pensadores de hoy: Roger Penrose.
Hasta la muerte de Sartre parecía fácil detectar dónde estaba un filósofo. Y partiendo de él hacia los milenios anteriores, la filosofía se consideraba el trabajo intelectual supremo. Actualmente, ya lo sabemos, los excesos de la información, de la moda y la ferocidad de los filósofos mismos, hacen casi imposible saber quién filosofa y aun descubrir si tenemos filosofía. La complaciente comodidad de la actitud "posmoderna" ųtan frágil como cualquier modaų permite saquear los sistemas filosóficos anteriores y propiciar la ignorancia como principio. Donde toda improvisación es válida, no puede existir coherencia.
Esto me permitió descubrir, en la década de los ochenta, que tal vez siempre, pero especialmente en los últimos cien años, la filosofía como práctica personal ha tenido un reino privilegiado: la obra de los escritores, la literatura. Allí pueden hallarse las interrogantes, las ansiedades, las explicaciones, las infinitas fronteras de la realidad humana, expuestas desde la inteligencia, la imaginación, la experiencia, los sueños y lo posible. Cada gran escritor deja una huella filosófica, que alguna vez permitirá la comprensión de cuanto somos en el presente.
Dicho de otra manera: desconfío de los "lanzamientos" de filósofos, porque su oferta es comercial, mínima y transitoria. Desconfío también de esas súbitas escuelas que duran cinco años, y hasta de la firmeza y la ceguera con que alguna universidad europea, y más recientemente alguna norteamericana, imponen una figura estelar.
Desde muy joven amo leer filosofía y tratar de explicarme lo que el complejo aire cultural actual conduce en sus ondas. Para eso, pierdo mucho tiempo ojeando textos (desde luego, también los que vende la moda) y obedeciendo al azar.
El azar en este campo de las ideas puede tener nombres de amigos. Así me ocurrió en Napoli, en 1992, cuando un profesor italiano comparó mi manera de explicar esa extraña sustancia que es lo literario, con las ideas de Richard Rorty.
Por supuesto, sugiero la lectura de por lo menos uno de sus libros: Contingencia, ironía y solidaridad. Allí encontré, perplejo, la concepción del yo que nuestro Guillermo Meneses, con absoluta originalidad, había expuesto casi treinta años antes.
Desde fines de 1995 dispongo del volumen La nueva mente del emperador (Mondadori, originalmente publicado en Oxford, 1989) de Roger Penrose. Profesor de Matemáticas en Oxford, compañero del famoso Stephen Hawking en investigaciones sobre cosmología, Penrose publicó un curioso libro de matemáticas recreativas. Otro amigo, Benjamín Sánchez, ingeniero y doctor en filosofía, me obsequió el apreciado tomo.
La nueva mente del emperador rinde tributo, desde luego, al famoso cuento sobre el inexistente traje del emperador. La metáfora allí contenida encierra una burla sobre la línea central de las investigaciones cibernéticas en el siglo XX: la posibilidad de que el hombre pueda crear una máquina cuya inteligencia sea superior a la del hombre mismo. A lo largo de seiscientas páginas, con un lenguaje subyugante, tras un aparataje técnico, científico, filosófico, Penrose desmantela esa posibilidad, y sonríe (tal vez aterrado frente al error universal de los técnicos, tan engreídos hoy). El libro está lleno de fórmulas y recorre el pensamiento físico, matemático y filosófico desde los griegos hasta hoy. (Si usted quiere leerlo y no es especialista, no se asuste, el autor pide saltar las fórmulas en una primera lectura par aluego, si le es posible, volver sobre ellas). Cuando toca a Einstein ųno sin ternura, confianza y necesidad de corregir algunas de sus apreciacionesų, cómo no decirlo, temblamos.
No voy a extenderme aquí acerca del recorrido de Penrose, que incluye a Eudoxo, De Fermat, Bohr, Heisenberg, Schrodinger, Turing, Hadamard, Church, Kleene, Post, etcétera. Un físico de esta talla puede decir cosas como la siguiente: "Tal vez nuestras mentes son cualidades arraigadas en alguna extraña y misteriosa característica de las leyes físicas que realmente gobiernan el mundo en que vivimos." Lo que me asombra es que tras un concepto así, Penrose se revela como un eufórico seguidor de Platón: el conocimiento científico, las audacias técnicas sobre computación e inteligencia artificial, lo conducen a una perplejidad meta/física: no tenemos dioses, pero las leyes físicas persisten en el universo y desde allí se materializan para permitirnos, dentro de otras cosas, la inteligencia (es decir: descubrirlas).
El problema central atacado por Penrose es la posible inteligencia de las computadoras o "máquinas universales de Turing". Pero no dejan de ser fascinantes los toques secundarios que a partir de allí dirige hacia el concepto de inconsciente (éste actúa por procesos algorítmicos del cerebro) y de originalidad (un zig-zag profundo entre lo que el cerebro acepta y rechaza a partir de la conciencia).
El libro, que es una especie de confesión científica y de epopeya abstracta del siglo XX, concluye con una pregunta no menos magnética: Ƒpor qué ha aparecido la inteligencia en la Tierra y en este inmenso periodo de nuestra historia? La respuesta de Penrose no es menos asombrosa.
Roger Penrose,
La nueva mente del emperador,
Fondo de Cultura Económica,
México, 1996.