Miguel Covián Pérez
Genio y figura

Durante los debates de la XLVI Legislatura, un veinteañero que hacía acopio de valor en el anonimato de las galerías del viejo recinto de Donceles, organizaba las mentadas de madre que la porra del PAN dirigía contra los oradores del PRI y del PPS. Abajo se debatía con enjundia pero con profundidad y raciocinio ejemplares, sin pedir ni dar cuartel pero con brillo oratorio y habilidad polémica pocas veces igualados. Basta con mencionar a Vicente Lombardo Toledano, a Adolfo Christlieb, a Miguel Estrada Iturbide, a Enrique Ramírez y Ramírez, a Vicente Fuentes Díaz, para dar una idea del altísimo nivel de las discusiones parlamentarias. Los diputados panistas eran poseedores de una sólida formación académica e innegable talento y no necesitaban de apoyos de mala índole, como los denuestos lanzados contra sus replicantes por los reventadores encabezados por un joven energúmeno que, tiempo después, supimos se llamaba Diego Fernández de Cevallos.

Aquellos respetados líderes y exponentes de la doctrina del PAN fueron desapareciendo. Los sustituyeron otros no menos inteligentes y conspicuos que, unas veces victimados por la antropofagia política y otras por la conclusión ineluctable de su ciclo vital, cedieron los espacios a quienes venían detrás, iniciándose una etapa de declinación cualitativa, cada vez más pronunciada. Como expresión cabal de ese declive, el provocador de voz estentórea hoy es el personaje de mayor influencia política en su partido y paradigma de la doble moral que prevalece en su seno. Un partido que durante los primeros 40 años de su actuación se caracterizaba por la integridad intelectual y ética de sus dirigentes y de sus principales núcleos de miembros y adherentes, hoy se hunde en el desprestigio generado por los fermentos de corrupción que han diseminado a su paso los Diego Fernández, sus émulos y secuaces.

Escudriñemos en la conducta de Diego. ¿Fue la urdimbre calumniosa contra el presidente Zedillo un gesto de valor cívico o una de sus típicas balandronadas para encubrir sus culpas y escurrir el bulto ante la inminencia de una acción legal contra su protegido, Antonio Lozano Gracia? El lexicógrafo define a un balandrón como un sujeto ``fanfarrón y hablador que, siendo cobarde, blasona de valiente''. La descripción es exacta.

Si Fernández de Cevallos fuese enjuiciado por haber comunicado dolosamente hechos falsos que pudiesen causar deshonra y descrédito a Ernesto Zedillo Ponce de León, seguramente sería encontrado culpable del delito de difamación. Aun en el supuesto no admitido de que el hecho fuese cierto, DFC incurrió en la comisión de ese delito, ya que el artículo 350 del Código Penal así lo previene expresamente. Por cuanto al dolo, fue tan ostensible que el primer agraviado por el subterfugio empleado para difundir las expresiones difamatorias fue el conductor del noticiario 24 Horas. Su desconcierto y el disgusto reflejado en su rostro, habitualmente impasible, eran reveladores de que había sido embaucado y utilizado como instrumento involuntario de una sucia engañifa.

Sin embargo el difamador sabía que estaba protegido por la investidura del difamado. El más alto representante de la nación no podría rebajarse a procurar castigo, por merecido que fuere, a un pobre diablo condenado por su propia conducta a seguir haciendo política de letrina.

Como ardid, el truco publicitario de Fernández de Cevallos puede parecer ingenioso. Sin embargo, como material exculpante de los turbios arreglos que lo hicieron propietario de un predio que vale varios millones de dólares, el intento fue infructuoso y podría serle contraproducente. Lo primero que hizo Ernesto Zedillo fue explicar detalladamente y en forma documentada la época y los procedimientos de adquisición de un inmueble de mucho menos valor, mediante un crédito y dentro del régimen de propiedad en condominio. Diego el balandrón jamás ha podido justificar razonablemente cómo llegaron a su patrimonio varias hectáreas del desarrollo turístico de Punta Diamante.

Quedan, como pisotón a una cucaracha, las palabras de un hombre que ha cruzado una y otra vez por el enorme pantano de los caudales públicos, sin mancharse: Ni con mi sueldo de Presidente me alcanzaría para comprar un inmueble de ese valor. Sólo con dinero malhabido o robado lo hubiese podido adquirir.

¿Y Diego? ¿Qué futuro le aguarda? Probablemente cumplir hasta el final su primera vocación: organizar mentadas de madre desde las galerías.