¿Por qué México llegó al absurdo de convertirse no en el gran socio de EU, como lo prometía el TLC, sino en su gran enemigo, ahora bajo el fuego de la (des)certificación antidrogas y, poco antes, bajo la ofensiva antiinmigrante, y tal vez pronto, bajo la metralla antiterrorista, por eso del EPR y similares? Y al mismo tiempo, ¿por qué el gobierno mexicano responde, no con hechos, sino con discursos?
Ambas preguntas tienen una y la misma respuesta: porque el grupo gobernante en México, ya desde hace varios años, decidió por cuenta propia participar en por lo menos tres juegos mortales. Como sea, la respuesta a aquellas preguntas es fundamental para primero esclarecer y luego enderezar las relaciones México-EU.
El primer juego se inscribe en el plano general de esas relaciones, y podría resumirse en el de la modernización desnacionalizadora. En pocas palabras, consiste en jugarse todo a la modernización del país, tal como es dictada desde los centros globalizadores, en especial EU, sin importar todo eso que ahora se quiere revivir con encendidos discursos: la soberanía, la dignidad, el nacionalismo.
Este juego alcanzó su clímax con la firma del TLC en 1993. La apuesta fue firmar un tratado leonino (más allá de logros tan efímeros o engañosos como el superavit comercial) a cambio de ver si por fin México ingresaba al círculo de los países más modernos o si, por lo menos, conseguía un trato de socio. Con pena, hoy vemos que esa apuesta se perdió en grande: México sigue sumido en el Tercer Mundo y es maltratado por EU (con todo y ayudas crediticias demasiado onerosas) como no ocurría acaso desde la guerra de 1847. Las pérdidas en este juego incluyen el apuntalamiento del círculo que envenena, desde abajo, la relación toda con la potencia vecina: desigualdad de origen/ sumisión (México)/opresión (EU)/más desigualdad.
El segundo juego se despliega en el terreno específico de la lucha contra el narcotráfico, y se le puede llamar el de la subordinación disfrazada de cooperación. Aquí la apuesta parece consistir en adecuar la lucha antidrogas a las directivas de EU, notablemente su militarización, a cambio de ganancias no muy claras: ¿acaso concesiones estadunidenses a manera de reeciprocidad?, ¿garantías de éxito en la lucha antidrogas? O ¿simplemente porque así lo obliga la dinámica de la modernización desnacionalizadora?
El hecho es que crece la cadena de concesiones por parte de los gobiernos mexicanos: admisión de los agentes de la DEA en el país (al parecer en los años 80); aprobación en 1992 de unas ``Reglas para normar'' las actividades de esa agencia, que más bien sirven para institucionalizarlas; instalación en 1990 de un Equipo de Análisis Táctico en la propia embajada de EU en México, con lo que el Ejército estadunidense comienza a jugar ``un papel clave'' y directo en la lucha antidrogas de México (Los Angeles Times, 7/VI/1990); creación en 1991 de la Fuerza de Respuesta en la Frontera y, en fin, el ingreso al juego de la certificación por parte de EU, iniciado en 1986 y no objetado por el gobierno mexicano sino hasta ahora que asomó en serio el susto de ser descertificado. A lo que habrá que sumar las concesiones a cambio de que ese susto sólo quedó en eso. Obviamente, también es ésta una apuesta perdida: las concesiones del gobierno mexicano no han hecho sino alimentar más exigencias de EU y, mientras tanto, el canceroso negocio de las drogas sigue creciendo.
De plano suicida y a la vez explicativo de los dos juegos anteriores, el tercero es el de la antidemocracia. Nada más aventurero que un gobierno jugando a la ``modernización'' y a la ``cooperación'' con EU, alejado de la sociedad y a contracorriente del interés mayoritario de la nación. Por fortuna, sin embargo, aquí la moneda todavía está en el aire. Y si cae por el lado bueno, el de la transición a la democracia y no al autoritarismo extremo, entonces sí podremos enderezar nuestra relación con EU, entre muchas otras buenaventuras.
En todo caso, urge renovar la soberanía de México: en el discurso mismo y, sobre todo, a base de acciones. La soberanía se ejerce o no es soberanía. Sirve para vivir de pie, con la dignidad que sólo da la democracia, y no para adornar discursos que en el fondo encubren una adicción a los juegos mortales: perdidos de antemano y pagados con la vida de toda una nación.