Una rítmica quietud queda esculpida en la escritura de Paul Auster, el escritor estadunidense que se alza del resto de sus colegas, con voz propia, enlazadora de una cadencia contenida en súbitas y fulgurantes olas. La Jornada Semanal publicó el domingo pasado el artículo ``Por qué escribir'' que da cuenta del modo de acuñar las efigies grabadas de la mente, en escrituras que requieren siempre de un lápiz y otro lápiz abrepasos.
Auster narra un acontecimiento en apariencia baladí. A los ocho años de edad, él era fánatico del equipo de beisbol los Gigantes y su ídolo Willie Mays. Una tarde, después de un juego contra los Bravos, sus padres se quedaron en el estadio discutiendo; al salir Auster, Willie --nada menos que Willie-- estaba en la puerta. Paul, atarantado, le pide un autógrafo y no encuentra un lápiz en su grupo. Frustrado llora toda la noche aplastado por la desilusión. ``La vida lo había puesto a prueba y había fallado en todos sentidos.'' Pequeño relato que nos enseña el efecto mágico de la escritura y que en su última instancia es elaboración secundaria de las representaciones verbales. Al visualizarla no hace otra cosa que sublimar esta representación de la palabra sucedida en la niñez. De hecho el autógrafo ``quedó'' en la mente del niño con su secuela de insatisfacción en un proceso de transición y perpetuación de esos restos verbales.
Trabajo arcaico que en los restos verbales tiene la intuición de algo del ``resto''. Lo que le permite comprender que ponerse las representaciones de palabras ante la vista es, en cierto modo, situarse de nuevo frente a la cosa filtrada por esa fábrica de escorias verbales que es la verbalización.
Auster parece abrirnos una nueva puerta en la pizarra mágica de la mente en que se pueden borrar las notas con sólo levantar la hoja de celuloide. Si la pizarra es aquello sobre lo que uno escribe correlativamente es, además, aquello sobre lo cual se lee. La escritura se ofrece a la lectura que lo mantiene constantemente en estado de marcha. Cuando estas dos partes dejan de estar en contacto, nada puede expresarse, porque hace falta que exista cierta relación de tensión entre ellas.
El hecho infantil de Auster quedó grabado en su memoria y éste es repetido en círculos. Al leerlo en su mente, Auster reactualiza esta escritura no fonética a la que trata de superar volviéndose escritor, con un nuevo lápiz que niega y afirma que en realidad sigue sin lápiz, a pesar de escribir como oficio.
El drama está en que la escritura interna --grafía-trazo abre barreras-- se ve crónicamente amenazada de borrarse, y la escritura fonética, aparentemente la atrapa. Leer este episodio sería en este sentido preciso conjurar el miedo a la desaparición de la escritura interna.
Si la escritura existiera como texto durable la lectura sería su apropiación. Para ello se precisa la preservación de la adhesión de los sistemas --inscribir y grabar. Lo que equivale a decir que la conciencia consiste en un hilo frágil y misterioso que los liga.
Auster intuitivamente da pie a un fantasma asombroso: la lectura como polvo de huellas anémicas verbales susceptibles de volatilizarse instantáneamente por poco que falte el contacto y vuelva a aparecer el hueco, el vacío, la desilusión. Auster surge como el gran escritor buceador de inscripciones y grabaciones mentales.