Rodolfo F. Peña
Ixcotel
Ese hacinamiento dantesco de muertos y heridos en el interior del penal estatal de Santa María Ixcotel, el más importante de Oaxaca, parece el saldo de una catástrofe natural o de una sangrienta escaramuza de guerra. Fue una guerra, ciertamente, pero una guerra inconcebible. Durante unas ocho horas, centenares de reclusos, la mayoría de los mil 200 que forman la población de esa cárcel, se enfrentaron con armas de fuego (algunas de alto calibre, a juzgar por las fotografías aparecidas en este diario), con armas blancas y con toda clase de objetos útiles para causar daño. Se generalizó el motín y los presos acabaron por controlar el centro penitenciario. ¿Qué pasó allí?
No parece demasiado difícil investigar los detalles anecdóticos del suceso, fincar responsabilidades e imponer castigos condignos, por así decirlo. Pero eso es insuficiente, porque las causas de fondo de la refriega, y aun su forma, siguen siendo inconcebibles. Esas causas no se refieren a ningún control democrático o autoritario de una mesa directiva, como se dice, sino al control de los negocios internos, fundamentalmente al tráfico de drogas y de armas, actividad a la que no pueden ser ajenas las autoridades del penal, por lo menos. Esto es, las causas de fondo están en la corrupción abismal de la cárcel de Ixcotel y de casi todas las que integran el llamado sistema penitenciario nacional (el casi es sólo por si hubiera alguna excepción confirmatoria).
Según la ley, las prisiones son los lugares destinados a la extinción de las penas y a conseguir la readaptación social de los delincuentes por medio del trabajo, de la capacitación laboral y de la educación. En la realidad, son madrigueras inmundas en las que, siendo dudoso, por su exagerada sobrepoblación, que todos los huéspedes hayan merecido la privación de la libertad, acaban igualándose en habilidades delictivas y en la disposición para entregarse al delito, hasta por mero cálculo de sobrevivencia.
Pero son también, por regla general, botines de funcionarios corruptos que trafican con las visitas, conyugales o no, con alimentos, con cobijas, con drogas, con privilegios carcelarios (sin excluir, en casos, las salidas ilegales) con todo lo imaginable, y que se asocian con bandas internas para incrementar los beneficios de manera más eficaz y organizada. Si realmente se midiera el impacto del cautiverio sobre la mayoría de los reclusos, se vería que la progresividad del sistema consiste en que cada vez son más aptos para delinquir. Las únicas celdas de confinamiento verdaderamente habitables son las que alojan a algunos próceres de la República.
¿Y qué decir de las prisiones subterráneas clandestinas operadas por el mismísimo Ejército, si se atiende a la denuncia del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria (nota de Triunfo Elizalde, La Jornada, ayer), donde se tortura y desaparece a indígenas, campesinos y dirigentes sociales? ¿No tendería a generalizarse este delito, tipificado como de lesa humanidad, si sigue avanzando el proceso de militarización de la policía? Aunque quizá así alcanzaríamos al fin la paz, y en un santiamén; pero la paz de los osarios, como diría Camus.
Más allá de que el propio diablo nos escriture o no un buen comportamiento, y de que nuestros fenómenos económicos, sociales y políticos sean compartidos con otros países, lo cierto es que los mexicanos pasamos por un periodo alucinante, inédito al menos para los hombres de mi generación. Asistimos al envilecimiento del Gran Sistema con desolación y asombro. Muertos y más muertos, por esto y por lo otro. Delincuentes y más delincuentes de abolengo: libres, prófugos, exculpados, desconocidos todavía (quizá los más). Una gran parte de las noticias ya no son tales: son golpes de angustia. Parece que cada noche alquien se ocupa de urdir malignamente alguna atrocidad que al día siguiente salpicará de rojo las primeras planas de los diarios, como lo de Ixcotel.