Olga Harmony
Mutis

Elena Guiochíns recogió las memorias de algunos integrantes del Teatro de Revista, hoy retirados en la Casa del Actor, con las que elaboró un amoroso libro --no publicado-- que lleva el mismo nombre de su texto dramático, escrito en los mismos tiempos. De esas entrevistas llama la atención, por el tono que le imprimió la escritora --muy afín a la obra de teatro-- la que le hiciera a Malena Vázquez, la auténtica Torbellino, quien falleció al poco tiempo y a quien le está dedicado el memorial. Conocí ambos textos, el uno por lectura dramatizada que dirigió Iona Weisberg y el otro por gentileza de la propia autora. Mutis, la obra dramática me entusiasmó grandemente, entusiasmo que pude refrendar con la lectura de la obra que acaba de editar la UAM en su colección Molinos de viento.

El texto original, amén de un homenaje al teatro frívolo, es extremadamente interesante por sus reflexiones acerca de la vida, la muerte y la vejez: los trastornos seniles, la memoria de sucesos pasados, descritos con un aliento poético en el que se mezclan las pequeñeces cotidianas pero envueltas en una magia que va más allá de la presencia del Mago --quien de alguna manera encarna al destino. Los tiempos trastocados, las riberas entre lo vivido y lo soñado que apenas se delimitan, los muertos en el incendio del Teatro Principal en 1931 y la muerte reciente en el asilo, la entrañable Torbellino que llega siempre precedida de un fuerte viento, que acompañan a Gimena Beltri en el ocaso de su vida, en un tiempo suspendido que es más real que su estancia en el asilo. En los recuerdos trastocados, están los lentes de la Musulmana que transforman todo cuando se ve por ellos, la paloma muerta del Mago --anticipo del final incendio-- y la paloma viva que es el hijo que la anciana Gimena cree haber concebido, o Patrocinio Arrabal, el muñeco que poco a poco roba al ventrílocuo Ociel el habla y se independiza. Todo ello sin inhibir la tristeza de los ancianos ante su vejez, que se les antoja repentina.

La presencia de Abraham Oceransky en la dirección era un buen augurio porque se trata de uno de los directores más imaginativos con que cuenta nuestra escena, creador de imágenes teatrales que, se esperaba, tradujeran escénicamente el texto de Elena Guiochíns. Había momentos de difícil realización, como el súbito envejecimiento de los personajes, que podrían haber sido resueltos de modo creativo: Oceransky ha demostrado su capacidad para lograrlo. Para desencanto de quienes conocíamos previamente la obra, la dirección la achata --¿cuándo creímos percibir así un montaje de Oceransky?-- y la convierte en algo diferente en un intento de revivir la revista musical sin la gracia de antaño. No sólo están los cambios de escenas en la estructura de la obra --lo que en ésta, particularmente, resulta grave-- sino la pérdida total de la magia que la habita, la obviedad en los transcursos del tiempo que se vuelve de alguna manera lineal, con los insistentes telones que impiden la fluidez original (quizás en un fallido intento de reconstruir los modos de la vieja revista) y esa voz que se escucha al principio del segundo acto diciendo: ``Pasaron cuarenta años'' y que da al traste con la intención de la obra.

En este híbrido irreconocible, los actores hacen lo que pueden, que no es mucho, lo que incluye a la buena actriz que en otras ocasiones es Verónica Langer. El incendio final, por supuesto, queda excluido y con él la razón de que ese instante previo y sus personajes quede de tal modo fijado en la memoria de la Beltri, junto a la culpa del amor profanado y perdido, que se convierte en romántica vivencia al paso del tiempo; así, no hay mucha posibilidad de transiciones para los actores, cada uno empeñado más en sus números revisteriles --más bien frustrados, por otro lado-- que en tonos actorales.

Ignoro las razones que haya tenido la talentosa Elena para avalar esta escenificación tan apartada de su propuesta inicial. Es posible que la confianza en su antiguo maestro y el peso que tiene la trayectoria de Oceransky la hayan inducido a dejar todo en sus manos. Manos que, por esta vez, no supieron hilar fino en el material que tenían, lo que es doblemente lamentable, por el director y su elenco y por una obra que merecía mejor suerte.