Cuando a principios de siglo los expresionistas --en teatro y cine-- creaban una fantasía social que sólo parecía probable en ciencia ficción o como utopía política, nunca pensábamos que ese futuro estaría tan cercano. Después de un viaje a Arizona, enorme territorio que perdimos el siglo pasado, cuyo desierto grandioso, con una vegetación parecida a la nuestra pero con colores más detonantes y montañas coloridas (technicolor avant la lettre y por naturaleza), me convenzo que viviendo aquí se vive en el futuro y el futuro, en verdad, es pavoroso: Phoenix es enorme, muy extendida y larguísima, una Los Angeles en miniatura gigantesca, separada nominalmente de varias ciudades conurbadas, semejantes entre sí por sus tiendas, macdonalds, malls, anuncios luminosos, mucho tráfico y una población compuesta por gente muy joven, medio desnuda, que patina interminablemente, no fuma, sí bebe, oye rock y traza una distancia definitiva y espontánea entre su juventud y la repelente y reaccionaria vejez de los pájaros de nieve (snow birds), ancianos venidos de las regiones frías de Estados Unidos para invernar en la calurosa ciudad y pasarla mediocremente bien sin niños ni frío que los perturben, recluidos en sus ghettos, separados de la juventud y de otras razas, porque tanto sus cabellos como su piel son inmaculados y descoloridos.
Luego, de regreso a Princeton voy al médico y recibo una cantidad alucinante de papeles con instrucciones interminables en varias lenguas e imágenes y con letras de distinto color; las negras para las instrucciones y las rojas para las amenazas, uno debe hacer tal cosa y bajo pena de exclusión social o persecución judiciaria no puede hacer otra, así se trate de una instrucción escatológica que debe seguirse al pie de la letra, en una sociedad puritana y autoritaria que ha verbalizado al infinito sus consignas traduciéndolas como instrucciones. Los diez mandamientos se han multiplicado como la arena del mar, pero se han transformado y banalizado aunque las consecuencias si no se obedecen pueden ser terribles, la cárcel, la exclusión social: las consignas de todo tipo proliferan y en los letreros de la calle o en los autobuses se advierte un enorme No en rojo que antecede a las prohibiciones: No fumar (la primera y más terrible), No escupir, No pararse cerca del conductor, No usar radios, No gritar. Las terribles prohibiciones que le impedían a uno insultar a Dios, al prójimo, fornicar, desear a la mujer o al marido del vecino(a) se han sustituido por no fumarás, no comerás grasa ni azúcares, no engordarás, no tendrás colesterol, no pronunciarás ciertas palabras porque son incorrectas políticamente como idiota, retrasado, inválido, negro, mexicano.
Mis primeros días en la universidad fueron complicados, y no es la primera vez que visito una universidad estadunidense, pero esta vez en mi casillero me esperaban varios sobres repletos de papeles burocráticos, pero con implicaciones legales y por ello mismo papeles peligrosos: los del seguro médico y de vida donde se específica todo desde el más mínimo accidente hasta una posibilidad que a mí --¡ilusa¡-- me parecía remota, la de que mis restos mortales pudieran, en caso de necesidad, ser trasladados a mi lugar de origen para que mis deudos me rindan los últimos honores; los papeles sobre mis estudiantes, sobre los modos de calificar, las fechas límite, y otras formas que lo instruyen a uno cómo llenar otras formas, las oficinas adonde uno tiene que llevar los papeles y desahogar los trámites, las secretarias a las que uno tiene que explicar ciertas cosas que en mi opinión son banales, pero que son causa de vida o muerte civil.
Si uno habla por teléfono para que le expliquen esas instrucciones, contesta una grabadora que cortés y monótonamente avisa que si se quiere responder a la primera parte del cuestionario uno debe apretar el botón número 1, si se quiere contestar a la segunda, el número 2, si algo más, el 3, si cualquier otro problema, el 4, si otro más, el 5 y por fin, después de permanecer 15 minutos en el teléfono se oye que si uno quiere atención personal debe apretar el 8 que nos remitirá invariablemente al número 1. Luego se tienen que fotocopiar los documentos y las fotocopiadoras son enormes, hacen de todo, son mejores que cualquier ser humano: engrapan, ordenan, copian, pero uno, recién venido del subdesarrollo, no sabe cómo complacerlas, porque no entiende las instrucciones, porque se pierde en el infinito de esas palabras sabiamente organizadas como instrucciones sucesivas, ordenadas en progresión aritmética. Pero, bueno, quizá éstas sean las consecuencias de no vivir cerca del Trópico de Cáncer.