La cadena de hechos violentos en diversas cárceles del país --como el sangriento motín en el penal de Santa María Ixcotel, Oaxaca, o el intento de evasión en el Reclusorio Oriente del Distrito Federal, ocurridos en días recientes-- son muestras de la crisis por la que atraviesa el aparato penitenciario mexicano y, en general, todo el sistema de impartición de justicia de la nación.
Mientras que, en teoría, la legislación mexicana concibe a las prisiones como centros de readaptación y rehabilitación de los internos, en la práctica, en las instalaciones carcelarias se vive de forma cotidiana, y en sus niveles más terribles, la corrupción, la violación de los derechos humanos, la impunidad y la complicidad de las autoridades en la comisión y el solapamiento de delitos. Además, junto a estas situaciones intolerables y claramente contrarias al derecho, el hacinamiento, la sobrepoblación, la drogadicción y el narcotráfico, la mezcla de sentenciados con procesados, la prostitución, la extorsión, los abusos de toda índole contra los reclusos y sus familiares, así como el tráfico de privilegios, entre otras calamidades, han convertido a las prisiones del país --tanto las penitenciarías como los reclusorios federales, estatales y municipales-- en infiernos donde, lejos de permitirse la rehabilitación, se amplifican, incluso en personas recluidas por delitos menores o en espera de absolución, las tendencias criminales y las conductas antisociales que se traducen, tras la liberación de los reos, en incrementos de los niveles de delincuencia e inseguridad que se registran de forma cada vez más aguda en todo el país. Por desgracia, la expresión ``escuelas del crimen'', referida a las cárceles, tiene una profunda base real.
En este contexto, merece especial atención la situación que viven los presos indígenas quienes sufren --ante un sistema judicial, una cultura legal y, en ocasiones, incluso un idioma desconocido-- la conculcación de sus derechos humanos y denigrantes expresiones de racismo y desprecio no sólo de las autoridades carcelarias sino del resto de los reclusos.
Ante estas situaciones de honda injusticia y de sufrimiento humano, resulta muy preocupante la escasa atención prestada por las autoridades a las diversas recomendaciones formuladas en este terreno por la CNDH y a las abundantes señales de advertencia que, en forma de hechos violentos, se producen con frecuencia en las mismas prisiones. Hoy resulta indispensable iniciar a la brevedad una profunda reforma de los procedimientos y condiciones penitenciarios y un saneamiento riguroso de los cuadros administrativos y de vigilancia para erradicar las irregularidades y los vicios que se registran en las centros de reclusión del país.
De no llevarse a cabo una política decidida en este sentido, no sólo se seguirá cancelando la posibilidad de rehabilitación de los reclusos y su readaptación a la sociedad --en franca contravención a la letra y al espíritu la ley-- sino que se aumentaría la de por sí elevada incidencia de estallidos violentos en las prisiones y los niveles generales de inseguridad y delincuencia en el país, que representan elevados e inaceptables costos morales, sociales, económicos y políticos para la nación.