Medio siglo después, las cosas han cambiado pero no lo suficiente, tanto en el escenario mundial como en nuestro país. Es cierto que ya no estamos en aquellas situaciones caracterizadas por la impunidad absoluta de las autoridades, del poder político y económico que abrogaba de facto las garantías individuales y los derechos humanos más elementales de la sociedad. Pero aún estamos lejos de la plena observancia de las leyes por quienes tienen la obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir, y de los grupos e individuos que de un modo u otro actúan al amparo del poder.
Las figuras de las comisiones de derechos humanos y de sus titulares han representado un beneficio neto --con todo lo limitado que todavía es-- para muchas sociedades en el mundo, aunque en muchas otras este pequeño avance aún es una gran aspiración. Los ombudsman y las citadas comisiones han representado verdaderos valladares frente a las viejas prácticas de impunidad, aunque todavía reste tomar en cuenta todas sus recomendaciones para reparar o restablecer derechos individuales violados por la autoridad. Quizás esto se explique por las limitadas atribuciones que las leyes fundamentales les confieren: instancias de vigilancia y recomendación.
Sin duda alguna consideramos necesario el otorgamiento de mayores atribuciones para hacer efectivo su papel en la defensa de los derechos humanos. Sin embargo, es importante tomar en cuenta que el perfil de estas instancias refleja la situación que presentan las sociedades de los diversos países en cuanto al desarrollo social, las condiciones económicas y el funcionamiento del sistema político. Desde este punto de vista podemos decir que el respeto a los derechos humanos está estrechamente ligado al grado de marginalidad de la población, a la distribución del ingreso y a la existencia o no de democracia.
No es casual que en los países desarrollados encontremos la menor prevalencia en la violación de tales derechos. En cambio, la frecuencia y magnitud del mismo fenómeno en los países atrasados o en vías de desarrollo son muy altas. A pesar de los avances observados en los años recientes, México se encuentra en el segundo caso. Las políticas neoliberales han llevado a millones de mexicanos a vivir en la miseria y la desesperanza, y propiciado la debilidad del respeto a sus garantías individuales y a los derechos humanos fundamentales. ¿Cómo es posible suponer que tales derechos serán respetados plenamente cuando varios millones de personas ni siquiera tienen lo indispensable para sobrevivir?
Por otra parte, las prácticas autoritarias y paternalistas que han caracterizado a nuestro régimen político, anulando de hecho toda posibilidad de desarrollo democrático en el país, han representado el escenario ideal para la consolidación de la impunidad y la violación a garantías individuales y derechos humanos. México, por fortuna, también tiene otro rostro: el de una sociedad que madura acelerada y consistentemente y cada vez reclama con más decisión y fuerza sus derechos.
Es posible --y así lo vemos nosotros-- que la sociedad mexicana, al mismo tiempo que lucha por el respeto pleno a las garantías y derechos humanos individuales, esté construyendo ya las bases para reivindicar seriamente los derechos humanos sociales o colectivos, los cuales aún no están contemplados en nuestras leyes en ninguno de los ámbitos fundamentales de la vida social, es decir, derechos económicos, derechos políticos y derechos para el desarrollo social. Este es el curso que está tomando la lucha social y ciudadana en nuestro país.
Sin embargo, persiste la grave violación a las garantías y derechos individuales, persiste la impunidad de las autoridades y grupos de poder político y económico, en ocasiones de manera escandalosa y con saldos fatales para quienes se ven afectados de manera directa, pero también, por supuesto, para todo el país. La lista de hechos de esta naturaleza es bastante larga; baste mencionar la matanza de Aguas Blancas, Guerrero, en junio de 1995. Pero no hay que ir tan ``lejos'' en el tiempo para constatar la situación que padece nuestro país en materia de derechos humanos.
La situación en Chiapas, por ejemplo, después del reciente periodo de estancamiento en las negociaciones, ha dado lugar a un estallido de violencia que tiene su más clara expresión en la reciente detención de los sacerdotes jesuitas y dirigentes campesinos en Palenque, el pasado 8 de este mes. Pero bien visto, este lamentable episodio es el resultado de una acumulación de fuerzas militares, paramilitares y guardias blancas que han sido estimuladas por una política silenciosa y subrepticia que motiva una estrategia de mayor aliento y que tiende a configurar lo que podríamos enunciar como una guerra de baja intensidad.
El gobierno ha contribuido de manera importante a generar este clima de intolerancia e incertidumbre política. Ha permitido que los grandes terratenientes chiapanecos ocupen tierras de propiedad federal, que invadan, en los hechos, espacios destinados a otros fines. También ha consentido que se generen los desalojos en la propiedad de los indígenas, sin importar los acuerdos previos existentes al respecto. En términos claros y llanos podemos decir que esta política constituye una abierta provocación a los esfuerzos de concordia y pacificación para el estado de Chiapas. No hay sustento legal que justifique estas acciones represivas. El gobierno ha dotado a las fuerzas más retardatarias de Chiapas y del país de los instrumentos legales, que por su naturaleza deberían impartir la justicia y el orden, para usarlos en contra de los indígenas y de los sectores sociales que decidieron compartir la suerte de estos compatriotas.
Los círculos del poder local se estrechan cada día más asfixiando toda posibilidad real de llegar a un acuerdo justo. Es evidente que el gobierno apostó a una política de desgaste y desarticulación de las fuerzas políticas opositoras, pero lo único que ha propiciado es la descomposición de la situación política y social de la región.
Las grandes demandas que se han desplegado para que los indígenas tengan derecho a la salud, al trabajo, a la alimentación y, en suma, a una vida digna, siguen pendientes. Los reclamos sociales por los que hemos luchado durante largas jornadas permanecen insatisfechos. Y lo que es peor, no se avizora ya, como antes, una salida pronta y expedita. Ningún sector de la población marginada, como es el caso de los indígenas, puede tener una esperanza de redención si no se satisfacen estos requerimientos básicos.
Por eso seguimos demandando el cumplimiento de los programas de cobertura a las necesidades más elementales, desarrollando iniciativas que rebasen las propuestas gubernamentales como el PASE, que para las áreas chiapanecas resultan a todas luces insuficientes. Chiapas requiere de un programa emergente que satisfaga de manera plena los enormes rezagos sociales existentes que la ayuda gubernamental no ha logrado cubrir.
No resulta redundante decir que estas cuestiones tienen un lugar privilegiado en el espacio de los derechos humanos, entendidos éstos no sólo en términos de individuos o sujetos, sino visto bajo la óptica de las comunidades y de las agrupaciones sociales que conforman las personas. Los derechos humanos deben ubicarse necesariamente en el marco social de las congregaciones y de las agrupaciones sociales en general.
* Diputado federal y Miembro de la Cocopa