Vino después una ley que daba paso a la mediación (y que en su artículo primero reconoce la existencia de un ``conflicto armado'', así como la personalidad jurídica del EZLN), luego el diálogo, la compra de tierras, las acciones de emergencia, los acuerdos, la necesidad de verificación y la marcha atrás. Todo ello en medio de una intensa movilización militar. Y finalmente un impasse, un peligroso compás de espera que vuelve a poner a las partes en la vía de un virtual estado de guerra.
No es pues la ``concesión'' de autonomías sino la negación de la libertad, la dignidad y la justicia que ellas implican lo que podría causar tan grave daño. Pensar que con un buen golpe de mano se puede ``poner en paz'' a cuatro indios levantiscos y a tres locos que los acompañan, bien podría resultar un cálculo fatal. ``Dénles pasteles'', habría exclamado María Antonieta cuando se enteró de que las muchedumbres hambrientas habían asaltado la Bastilla. Doscientos años después acá, en un país de hambrientos, no está el horno siquiera para bollos.
En su libro Sobre la paz, Johan Galtung --uno de los pacifistas de mayor estatura y reconocimiento a nivel mundial-- dice que por medio de las ``iniciativas de ciudadanos se impulsa una lucha contra la violencia estructural, se adquiere experiencia, se logra autonomía, se crea paz... mediante la participación activa, las personas ya no son objeto del conflicto, sino sujetos del conflicto''. No tenemos por qué seguir viendo a los estados y a los gobiernos como entidades ``sacrosantas'', agrega Galtung. Son y deben ser, sobre todo en materias graves como las que atañen a la paz, los interlocutores naturales de los ciudadanos. Al frente de los gobiernos están otros hombres, que pueden ser interpelados y responsabilizados por sus actos.
Más que sobre el contenido, quisiéramos hacer algunas consideraciones sobre el significado de los acuerdos de San Andrés Larráinzar, las implicaciones de su desconocimiento y las estrategias y vías de acción que legítimamente podrían estar al alcance de las partes en el conflicto.
En primer lugar, hay que decir que de acuerdo con la normatividad y la experiencia internacional respecto de conflictos armados, ni antes ni después de las negociaciones de San Andrés el gobierno mexicano ha reconocido del todo el estatuto de ``parte beligerante'' al EZLN. Tampoco éste lo ha reclamado de manera suficiente y apropiada. Sin embargo, existen las instancias y los procedimientos para hacerlo. Ello explica en buena medida que una de las ``partes beligerantes'', el gobierno, se haya dado el lujo de menospreciar y aun desconocer los resultados de largas y engorrosas negociaciones que si bien se dieron en el contexto de una ley específica expedida por el Congreso para la solución de este conflicto, no han logrado hasta ahora su cometido.
``Candil de la calle y oscuridad de su casa'', ha podido decirse no sin razón, de la actitud asumida por el gobierno mexicano en este conflicto. Baste recordar su participación activa en la búsqueda de soluciones a los conflictos de El Salvador y Guatemala. En ambos pudo articular importantes iniciativas, tomando ``medidas para crear confianza'' (confidence building measures) o bien favoreciendo y avalando la vertificación y supervisión internacional de acuerdos. Y esto se hizo primero como una tentativa informal de ``gobiernos amigos'' de las partes, y después dejando ya en manos de la Secretaría General de la ONU la creación de organismos como la Misión de Verificación de las Naciones Unidas para Guatemala (Minugua).
Si atendemos a la normatividad internacional, la protección jurídica de una de las partes beligerantes, los guerrilleros, se basa en los artículos 1 y 2 del Reglamento de los Derechos y Deberes de la Guerra en Tierra, anexo a la Quinta Convención de La Haya de 1907, en su preámbulo llamado Cláusula de Martens, y en la Convención de Ginebra de 1949. Esta última, complementada por la Conferencia de los Derechos del Hombre de Ginebra de 1974, estableció la igualdad de los derechos de los participantes en ``las guerras contra la dominación extranjera, contra el colonialismo, el racismo y las guerras por la autodeterminación'' con los de los combatientes en otros conflictos bélicos internacionales. Por cuanto a la Cláusula de Martens, explícitamente establece que ``la población y las partes beligerantes están bajo la protección y la jurisdicción del derecho internacional, tal como se deduce de las costumbres admitidas entre los pueblos civilizados, de las leyes humanas y de las exigencias de la conciencia pública''.
Pues bien, visto desde la perspectiva universalista de los derechos humanos (en este caso el derecho a la paz) y de los organismos civiles, no habría por qué extrañarnos de que en lo sucesivo y con renovado impulso se volvieran a movilizar las instancias internacionales para varios propósitos, tales como: 1) obtener un reconocimiento externo y formal por parte del EZLN de su estatuto jurídico como ``parte beligerante'', tomando como base la Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas que dio origen a la Cocopa y a los acuerdos y compromisos que ésta legalmente asumió y después, por sí y ante sí, ha desconocido el Ejecutivo federal; 2) solicitar por los conductos apropiados y sin más dilaciones, una opinión consultiva de la Corte Internacional de Justicia sobre el valor jurídico de los acuerdos de San Andrés Larráinzar; 3) lanzar una ofensiva internacional para ampliar y fortalecer --con personalidades del exterior, con representantes de gobiernos y de organismos multilaterales-- la Comisión de Seguimiento y Verificación del cumplimiento de acuerdos, pidiendo al secretario general de la ONU que designe una comisión similar a Minugua, la que en su momento prestó grandes servicios para establecer la paz en Guatemala.
¿No sería deseable que el Ejecutivo federal, en beneficio del equilibrio de poderes y para la preservación del estado de derecho, respetara cabalmente la culminación de un proceso pacificador que está en manos del Poder Legislativo y en su oportunidad, si procede, ejerciera el derecho de veto o bien acudiera a la última instancia jurisdiccional de la Suprema Corte de Justicia?
¿Será necesario esperar a que haya nuevos derramamientos de sangre de mexicanos, en su mayoría indígenas o mestizos-indios del EZLN y del Ejército Mexicano, para que en el sureste o en cualquier otra parte del territorio nacional pueda al fin abrirse paso el reclamo de justicia que, de no atenderse, bien podría causar profundas divisiones y sufrimientos mucho mayores a toda la nación mexicana? Es tiempo de actuar. No puede jugarse con la palabra empeñada. Existen una ley y una negociación legítima. Hay que darles curso, pues de lo contrario podría generarse una nueva y más generalizada dinámica de endurecimiento que echaría por tierra la atmósfera hasta ahora propicia para las soluciones negociadas. No debe jugarse con la paz armada. México siempre ha reconocido el principio de Pacta sunt servanda. (respetar acuerdos)
* Presidente de la Academia Mexicana de Derechos Humanos