Mientras los voceros del gobierno mexicano, incluido su titular, tratan de tapar el sol con un dedo, en el país y en el resto del mundo se sabe con detalle lo que está sucediendo en Chiapas. La declaración de un experto del Comité de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación Racial, recogida por Kyra Núñez para La Jornada (18/3/97), es muy elocuente: ``...los hechos indican que el diálogo de paz está suspendido; el gobierno no respetó los acuerdos de San Andrés, e ignora el convenio 169 de la OIT, referente a la protección del trabajador indígena; la Cocopa ha sido debilitada, y los grupos paramilitares, como Paz y Justicia y Los Chinchulines siguen reprimiendo indígenas bajo el amparo de las autoridades''.
La guerra de contrainsurgencia en Chiapas es en realidad una guerra del gobierno (y de los grandes intereses económicos que representa) en contra de los mexicanos que habitan esas tierras. Los pobres de Chiapas, tanto como los de otras partes del país, no sólo son prescindibles para los intereses que representa el gobierno mexicano, sino un verdadero estorbo para impulsar proyectos económicos que, por cierto, rebasan nuestras fronteras. El futuro de México, en la lógica de los gobernantes, es la integración del territorio nacional concebido como fraccionamiento agro-industrial-energético en el que sus habitantes salen sobrando, a menos que se contraten como mano de obra en esos proyectos --siempre y cuando estén capacitados física e intelectualmente para ello. El proyecto del gobierno, y ahora es más evidente que nunca, es recuperar para los inversionistas un vasto territorio en manos de indios que, neciamente, quieren vivir en el atraso y la marginación en lugar de incorporarse a la civilización occidental, al progreso de fin de milenio y a la posmodernidad.
La iglesia diocesana de San Cristóbal, organizaciones como Xi Nich, Uncizon, Cioac, Ocez, etcétera, y desde luego el EZLN, son obstáculos que deben derribarse para llevar a cabo la integración del país de acuerdo con el modelo agro-industrial-energético neoliberal. Para el gobierno no es posible aceptar los llamados eclesiales a la unidad de las comunidades indígenas, tampoco las organizaciones que promueven la defensa de medios de subsistencia, y mucho menos la existencia de un ejército rebelde que le ha dado voz (y ejemplo) a miles de indígenas que se resisten a morir sin haber defendido, mínimamente, su dignidad.
El plan genocida del gobierno no es como se pensaba en febrero de 1995: echando bombas en territorios indios, sino hacerles la vida todavía más difícil para ponerlos de rodillas u obligarlos a refugiarse en tierras inhóspitas para que, finalmente, mueran de hambre y de enfermedades.
La estrategia es múltiple: en las zonas propiamente zapatistas, recuperar para la nación los territorios rebeldes expulsando, por asfixia militar, a sus pobladores; en las zonas simpatizantes de los zapatistas (como es el norte de Chiapas), hostilizarlos constantemente con fuerzas paramilitares protegidas por el gobierno local (y federal) hasta rendirlos; en paralelo, prostituir, alcoholizar, enfermar, impedir las labores del campo, hostigar, asesinar y humillar, para minar interiormente a las poblaciones de la región, dividirlas incluso por cuestiones pseudoreligiosas, y debilitar la moral indígena hasta el extremo de que morir sea preferible a vivir como viven. Al fin y al cabo, piensan los tecnócratas del gobierno, son prescindibles y estorban el progreso.
¿Nadie podrá detener este genocidio?