Ya van dos décadas que el comercio internacional crece más rápidamente que el PIB mundial. Lo que significa dos cosas. Primera: quedar afuera de las corrientes de los intercambios mundiales implica hoy renunciar a una demanda dinámica que alienta potencialmente a todas las economías. Segunda: el navegar este mar supone aligerar de cargas innecesarias a las empresas, reducir costos y flexibilizar procesos. Evidentemente, el comercio internacional da y quita. Da porque permite adquirir productos a precios tendencialmente menores y garantiza a los productores más eficientes operar con éxito en mercados competidos. Quita porque obliga a todos a una eficiencia que resulta a menudo dolorosa; una eficiencia cuya región oscura está compuesta por el desempleo masivo y el deterioro del solidarismo encarnado en el Welfare State.
La paradoja es obvia. En la ola del comercio mundial se despliega la promesa de mayores nexos entre países del mundo mientras, al mismo tiempo, avanza también la amenaza de su desintegración interna. Da la impresión de que la nuestra sea una edad de verdades excluyentes. De una parte las razones de la eficiencia y de la otra las de la solidaridad.
De ahí lo positivo del reciente acuerdo entre el gobierno alemán y los mineros del carbón de la Saar. El costo de producción del carbón alemán es varias veces superior al precio internacional. La diferencia se subsana a través de subsidios. En el proyecto de eliminar estos subsidios el gobierno alemán corría el riesgo de convertir una importante región del país en una zona de desempleo masivo, desesperación juvenil y degradación urbana y civil. Afortunadamente se tomó la decisión de evitar una búsqueda de la eficiencia a cualquier costo. Se evitó aquello que el Quijote llama ``vicio de la virtud'', frente a las mojigaterías y cautelas razonables de sus interlocutores: el barbero y el señor cura.
El gobernar es una ciencia-arte de construcción de compatibilidades. No es, ni puede ser, territorio de verdades absolutas. Reconocer que cierta dosis de subsidio público constituye un mal menor frente al peligro de convertir el desempleo en un inmanejable universo de desesperación y segmentación social, constituye un alentador mensaje de sensatez. Que viene esta vez de Alemania.
Los subsidios pueden estar en el origen de impuestos excesivamente elevados (en Alemania como en muchos otros países), pero no pueden ser reducidos consistentemente mientras se conserven niveles elevados de desempleo. Sólo una situación de cercanía al pleno empleo hace financiable alguna solidaridad intergeneracional y, más en general, el Welfare State. La rebeldía contra los impuestos es justa sólo a condición que vaya acompañada por una propuesta viable de reducción del desempleo.
Digamoslo en síntesis: aligerar la carga es esencial para cualquier país o empresa que quiera operar con alguna eficacia en los mercados internacionales, pero no es saludable para nadie convertir esta verdad en una obsesión exclusiva. Reducir el peso de los impuestos es objetivo más que justo, pero aquí también a condición de que el mayor empleo cree ingresos que permitan financiar los gastos de estructuras sociales mínima y decentemente integradas. Olvidar el reto de la construcción de compatibilidades complejas simplifica la vida pero, aquí también, a un costo: convirtiéndola en un espacio encerrado entre seguridades religiosas.
En la venta cervantina el barbero sostiene que su bacía es bacía de barbero y el Quijote sostiene que es, a todas luces, el yelmo de Mambrino. En el momento más álgido del enfrentamiento entre dos verdades que no pueden convivir, Sancho, que no quiere verse inmiscuido en una guerra de religión, se refiere a ``aquella cosa'' como a un baciyelmo. Un objeto obviamente inexistente y que sin embargo supone un acto de voluntad para construir compatibilidades entre verdades excluyentes. Es posible que la síntesis intentada por Sancho fuera ridícula. Pero sus motivaciones no lo eran. De cualquier forma, su problema de entonces es nuestro problema de hoy.