Pedro Miguel
Capricho de Estado

No me causa ningún orgullo el reconocerme como parte de un gravísimo problema de salud pública, ni pretendo mortificar a Anna ni sacar de sus casillas a Arnoldo Kraus y a César Meza, quienes se preocupan por mi salud y sistemáticamente me recuerdan los peligros de mi adicción. Constato, únicamente, que si hasta ahora no represento una amenaza para la seguridad nacional de ningún país ni estoy involucrado en la corrupción, si no tengo nada que ver con el mundo de las cárceles, los juzgados y las planchas del forense, ello se debe, en buena medida, a que a ningún legislador delirante se le ha ocurrido hasta ahora prohibir la producción, el comercio y el consumo de tabaco.

Desde el mirador de la nicotina, modesta pero no menos letal, me asomo a los infiernos terrestres de quienes se debaten en las relaciones peligrosas con otras sustancias y veo los efectos dañinos de una adicción multiplicados, además, por el mundo sórdido y criminal en el que han sido colocadas la mariguana, la cocaína, la heroína y otras. Constato que la prohibición no ha resuelto ni aligerado para ningún adicto la carga de su mal, y que el número de enamorados de alguna de las sustancias incluidas en la nómina del veto legal va en aumento en casi todas partes.

Mientras tanto, a los originales problemas de salud pública ha habido que agregar un fenómeno de delincuencia internacional que destruye muchas más vidas que las que se pierden por efecto de las adicciones, que emponzoña las relaciones internacionales, que corrompe gobiernos y dependencias, destruye famas públicas que parecían de acero inoxidable, distorsiona la economía y las finanzas y obliga a construir cárceles con un empeño que los gobiernos bien harían en consagrar a la edificación de viviendas, escuelas y hospitales.

La prohibición ha transformado lo que podría ser una actividad comercial legal y baladí (como lo es la del alcohol y la del tabaco) en un monstruo indomable capaz de reemplazar en cuestión de semanas todas las cabezas que le sean amputadas y contra el cual toda entidad gubernamental, desde un juzgado municipal de Paraguay hasta el ejército de Estados Unidos, tienen la guerra perdida de antemano. Hemos llegado, en materia de drogas, a un punto en que la razón de Estado ha perdido toda relación con el sentido común y la sensatez y se ha convertido en un capricho de Estado.

Tal vez esta postura irracional sea sólo sea aparente. Lo sepan o no, los prohibicionistas están actuando a favor de los intereses del narco. Recientemente Bill Clinton dijo que esta rama económica genera ganancias por 50 mil millones de dólares en Estados Unidos. Fuentes más serias y confiables que el presidente señalan magnitudes de entre 300 mil y 500 mil millones de dólares. Independientemente de quien tenga la razón, es claro que esos volúmenes de dinero no ingresarían a las finanzas y a las economías del mundo si no existiera la prohibición.

La lógica obliga a sospechar que existe una relación inversa, es decir, que las actividades del narco benefician a los prohibicionistas. Si los copiosos dólares sucios son capaces de comprar a policías, jueces, comisionados antidrogas y ministros de Defensa, no tiene porqué haber impedimento para que logren corromper también a los celosos guardianes de la salud ajena que, en los órganos legislativos, los medios y los puestos públicos, rechazan tajantemente cualquier posibilidad de legalización o, cuando menos, de un cambio radical en las políticas oficiales de combate a la drogadicción y al narcotráfico. Y en el caso de los representantes y senadores que hacen vibrar al Capitolio con sus airadas argumentaciones sobre la necesidad de defender a los niños de la amenaza de los enervantes, es válido sospechar que algunos de ellos en realidad están defendiendo sus propios bolsillos.

Me alarma la posibilidad de que estos personajes decidan un día de éstos, por convicciones morales totalitarias o por intereses económicos inconfesables, rescatarme de mí mismo y de mis debilidades. Si se prohibiera su uso, el tabaco sería muchísimo más caro de lo que cuesta actualmente, y para obtenerlo yo me vería obligado a relacionarme con gente sórdida que se quedaría con una buena parte de mis ingresos. Sé que mi adicción, aunque modesta, tiene consecuencias mortales, pero prefiero seguir empeñándome en vencerla por mis propios medios, sin que la policía, los juzgados o la Fuerza Aérea pretendan salvarme de la ruina.