José Blanco
La túnica de Uncle Sam
Los mexicanos conocemos bien a nuestra clase gobernante. Sabemos de la corrupción y el latrocinio. Sabemos también que el poder impide poner a la luz pública los delitos cometidos por los propios poderosos, que sean juzgados en un marco de ley, establecidos como verdades jurídicas y castigados conforme a derecho. Con frecuencia aterradora aquí organigrama del poder mata a derecho, mediante un inapelable manotazo cuyo nombre pronunciamos todos los días: impunidad.
Pero modos y alcances de nuestros poderosos en materia de actos delictivos e impunidad, son fruslería subdesarrollada comparados con la dimensión de los crímenes cometidos por muchos poderosos de esa sociedad que como maldición tenemos al norte; sociedad de la inconciencia y del desdén del mundo vuelta petulancia insolente por obra y magia de una tecnología que la arma del mayor poder de violencia en el globo, atropellando y pisoteando a sus vecinos con atrabiliaria actitud de matón.
Estados Unidos, sí, es una sociedad de trabajo, pero también de sanguijuelas que succionan una parte sustantiva del esfuerzo de múltiples sociedades del mundo, mediante los numerosos mecanismos de colonialismo económico que continuamos soportando: el intercambio comercial desigual, el cobro parasitario de los intereses de la deuda externa, la remisión de utilidades abiertas y encubiertas de la inversión extranjera directa, la manipulación financiera, la amenaza --y la realidad-- de la fuga de capitales.
La certificación que se dignan extender o negar a su despreciable Mr. Amigo del sur, no sólo está vinculada a las toneladas de mariguana que se fuman o a las de cocaína que se emperican como huérfanos misántropos, de los que en esa sociedad abundan. También certifican nuestro aguacate, nuestro jitomate, y deciden por sí y ante sí, si nuestros productos agrícolas en general pasan o no las descaradas trampas de sus exámenes ``fitosanitarios'', si nuestras escobas son o no ``competencia desleal'', si cometemos dumping (sagaz innovación aportada por ellos a la sabiduría mercantil, es decir, a esa altamente refinada sabiduría humana consistente en comprar en dos y vender en cuatro), si en la captura de nuestro atún pierden la vida algunos delfines, si merecemos o no el honroso título de riesgo país otorgado por ventrudos banqueros del insigne imperio, y así ad libitum (o ad nausea): baratijas de chapucería sin fin con las que esa sociedad de ``competencia abierta'' y de cultura política nula, disfraza los intereses a veces mil veces espurios de sus propios empresarios, banqueros, capos y parásitos rentistas.
Intentar disimular ese batido de marrullería, impostura y crímenes de los poderosos del mundo de uncle Sam, con el diz que astuto grito de ``al ladrón, al ladrón'' --proferido por el ladrón mayor--, apenas muestra que al emperifollarse con la transparente túnica de pureza con la que creen ataviarse, exhiben sin remedio la procacidad de que son capaces.
Uno tras otro los gobiernos mexicanos han intentado persuadir a la clase política estadunidense de que, de veras, somos good boys. Inútil de toda inutilidad. Una y otra vez ha sido la misma historia. Los sucesivos regímenes de gobierno inician con una honey moon --tan genuina como un billete de $2.45--, nos adulan diciéndonos que somos muy ``valientes'' para entrarle a los programas de ajuste económico, dan al presidente una portada del Times, y no mucho después hemos de lanzar al viento discursos tan nacionalistas, como estériles. ¿Continuaremos en el embaucamiento?
Ninguna sociedad del planeta nos maltrata ni nos ha maltratado tanto en la historia, por la vía de su gobierno y de franjas numerosas de su sociedad racista, que Estados Unidos. No somos, para una gran cantidad de estadunidenses, sino una plaga de brown greasers gimiendo de hambre en su traspatio, algunos de cuyos más audaces ejemplares se aventuran como ratas a meterse en sus inmaculadas despensas. ¿Podemos creer por ventura que un día nos tratarán de otro modo? Si tuviéramos millones con que comprar sus mercaderías, su chaquira y sus espejitos, no se dude, estarían a nuestros pies rendidos.
Es hora de emprender definitivamente el largo y difícil trayecto de diversificar a fondo nuestras relaciones, acrecentarlas con sociedades mínimamente civilizadas, e ir desprendiéndonos de la deshonrosa tutela de quien nos ve como Trucutú, ese primitivo personaje big stick en mano, deficiente mental, sintomático invento --o proyección--, de los propios estadunidenses. Antes, mucho antes que cualquier volumen de divisas, está la dignidad, aunque esto suene a marciano al espíritu de mercader que domina la mentalidad de tantos desfachatados vecinos.