En buen problema se ha metido --o lo han llevado-- el gobierno de Ernesto Zedillo ahora que su principal aliado, Estados Unidos, lo ha ``reprobado'' en materia de combate al narcotráfico. Para el gran público resulta difícil ver las finuras que separan al presidente Clinton del Congreso; en términos gruesos el resultado es un duro golpe. En contraste, brilla la debilidad de los viejos ``aliados'' internos; para muestra sólo hay que mirar hacia el movimiento obrero organizado que, en otros tiempos, fue el gran bastión de los gobiernos priístas; esta burocracia obrera se ha debilitado tanto --entre los ajustes neoliberales y sus propias inercias autoritarias-- que ya no es capaz de realizar ni el desfile del 1o de mayo por temor a un desbordamiento, aunque el pretexto sea que los sindicatos no tienen dinero para pagar uniformes. También son preocupantes las tácticas que el zedillismo ha instrumentado para golpear a sus interlocutores con los cuales podría fortalecer una posición nacional para realmente ``pintar una raya'' frente a la intromisión de Estados Unidos.
La semana pasada, mientras el Presidente visitaba Japón, hubo tres hechos significativos que afectaron a actores muy importantes de la vida nacional y que debilitaron la relación entre ellos y el gobierno: la arbitraria detención y tortura de dos sacerdotes jesuitas y de dos líderes de la organización Xi Nich de Chiapas, con lo cual se lastimó la relación con la Iglesia católica y se evidenció no sólo una violación de derechos humanos, sino una situación de guerra de baja intensidad y grave polarización en esa región del país; en el mismo frente, la negativa a cumplir los acuerdos de paz con el zapatismo conduce al debilitamiento de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) y coloca el proceso chiapaneco en la frágil frontera de una ruptura y un nuevo estallamiento de la guerra. En el otro lado del espectro político, se han acumulado los golpes al panismo a través del linchamiento que se hace del ex procurador Lozano, al que ahora la Contraloría quiere acusar de malversación de fondos. Frente a este cuadro, ¿con qué interlocutores y con cuáles razones morales va el gobierno zedillista a levantar una bandera nacionalista de defensa de una soberanía que ha entregado en abonos a los vecinos del norte?
La descertificación ha colocado al gobierno frente a una peligrosa bomba de tiempo para los próximos 90 días (tres semanas antes de las elecciones) al término de los cuales el gobierno mexicano tendrá que resolver sobre las demandas norteamericanas de: aceptar que los agentes de la DEA porten armas y tengan inmunidad diplomática; autorización para sobrevuelos de aeronaves estadunidenses con capacidad de abastecerse en territorio nacional; extraditación rápida de narcos a Estados Unidos; acabar con la corrupción de los cuerpos encargados del combate al narcotráfico, entre otras. Tener una policía extranjera, permitir la violación del espacio aéreo o la incursión en aguas nacionales, equivale a perder soberanía en grandes fragmentos y en condiciones inaceptables. Negarse a estas medidas es arriesgar la famosa ``recuperación'' económica que está muy vinculada al apoyo estadunidense como señaló Albright, la secretaria de Estado: la descertificación ``conmovería la confianza financiera en México, poniendo en peligro la recuperación económica que tanto hemos hecho por promover'' (La Jornada, 14/III/97). La petición de Estados Unidos es también un señalamiento a la incapacidad de este gobierno para arreglar su propia casa y poner orden en sus instituciones de impartición de justicia; así que por cualquier ángulo que se mire, el problema resulta complicado para el zedillismo y, al parecer, la única raya que se podrá pintar será en el agua.
El país camina sobre aguas agitadas, en las que todos los días se hacen olas en alguna parte del país o del extranjero. Se han juntado las tensiones externas con las internas en el contexto de un complicado contexto electoral, en donde los ánimos están empezando a calentarse, lo cual contamina el clima político del país. Sin embargo, mientras la corrupción interna y la presión norteamericana se intensifican, los ciudadanos y la oposición construyen nuevos espacios políticos, como sucedió en Morelos con las primeras elecciones de 1997 que pueden presagiar un mejor futuro.