El condicionamiento de la certificación estadunidense a México en materia de narcotráfico, promovido en la Cámara de Representantes, aporta renovada actualidad al tema del contrabando de drogas. Y antes que nada, es preciso insistir en la necesidad de que los poderes Ejecutivo y Legislativo mexicanos reaccionen no sólo declarativamente sino con hechos, en defensa de la dignidad y la soberanía mexicanas.
Actos enérgicos y no retórica son los que se requieren para hacer entender a los ensoberbecidos congresistas del Capitolio que si insisten en ofender y agredir a México, ello puede revertírseles y aumentar la entrada de estupefacientes a su país. Esto puede ocurrir si, por ejemplo, México reacciona rechazando toda ayuda condicionada para el combate antinarcótico y, en vez de aceptar que los agentes de la Drug Enforcement Administration (DEA) trabajen armados en territorio nacional, sencillamente los expulsa.
El rechazo a la absurda certificación estadunidense no es un acto de nacionalismo exacerbado como lo pretenden algunos aquí y allá, sino un asunto de racionalidad que sintéticamente puede expresarse así: ¿cómo puede un país enjuiciar válidamente a otro por el narcotráfico cuando es incapaz de acabar con él dentro de sus propias fronteras y, peor aún, cuando su consumo de drogas es el causante del creciente contrabando? En todo caso, serían las naciones productoras y de tránsito las que tendrían que exigirle a Estados Unidos una lucha intensa y efectiva para evitar que su demanda de drogas continúe fomentando su producción y trasiego.
Es la demanda estadunidense, con su poderoso imán de dólares, la que obliga a países como Colombia y México a dedicar enormes presupuestos para luchar contra el narcotráfico y, sobre todo, a derramar sangre de sus soldados y policías. Tanto dinero y tantos hombres destina México a ese combate que cabría preguntarse cuánto influye esta circunstancia en el desmesurado crecimiento de la delincuencia en esta nación. Dicho en otras palabras, por darle prioridad al narcotráfico, se descuida la lucha contra el resto de los delitos, y es la sociedad mexicana quien sufre las consecuencias. Y, encima, el monstruo imperial del Capitolio se atreve a opinar que lo hecho no es suficiente y exige más. Y, el colmo, el Presidente y los legisladores mexicanos, cuya mayoría es priísta, pretenden responder sólo con retórica a hechos tangibles contra la soberanía.
Desde otro punto de vista, los gobiernos de los países más afectados por las drogas -sean productores como Colombia, de tránsito como México o de alto consumo como Estados Unidos- han perdido la guerra ante los narcotraficantes, quienes se han infiltrado en las más altas esferas del poder para corromper a sus perseguidores y, frecuentemente, convertirlos en sus aliados y protectores. Cierto que periódicamente se logran espectaculares detenciones, pero no nos engañemos. Se trata de simples batallas donde triunfa el gobierno, pero la guerra, lo que se dice la guerra, ésa la han ganado los narcotraficantes. No sólo esto, a veces los logros espectaculares no son sino resultados de la acción de una banda para debilitar a otra utilizando como meros instrumentos a policías y soldados.
En los últimos diez años, en México han sido capturados importantes jefes de los narcotraficantes, peces verdaderamente gordos. ¿Y...? Lo cierto es que ni la producción ni el transporte ni el consumo han decrecido en forma importante, sino más bien han aumentado. ¿De qué han valido entonces tanto dinero público gastado, tanta sangre derramada?
Un planteamiento serio de combate al narcotráfico tiene que partir de un hecho: los gobiernos han perdido la guerra aunque a veces aparentemente ganen batallas. Y en consecuencia, debe llegarse a la decisión de emplear la única arma que puede derrotarlo: la legalización del consumo de drogas.
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Los diseñadores de la estrategia del PRI para no perder las elecciones de este año navegan en un mar de ingenuidad. La guerra sucia contra la oposición -de la cual forman parte las campañas contra Antonio Lozano Gracia y Juan Antonio García Villa- probablemente dañará al partido destinatario. Pero los votos que perderá éste no serán para los priístas, sino para otro partido de oposición. Gran parte de la sociedad mexicana desea cambios de caras y modos en el poder público. Y si el PRI no los ofrece, los electores los buscarán inexorablemente en la oposición. Esto, más que denostar a sus adversarios, debiera ser, de cara a los comicios, la preocupación príncipe del sistema político y su partido.