Trabajadas como un marfil que todavía tuviera carne, las he visto en hueso de aguacate y hueso de mamey. Intrincadas como los laberintos diminutos que hacen los chinos en el corazón más fino y puro del colmillo sacrificado, nunca consiguen esa precisión en los contornos. Están hechas de semilla nada más. Su condición es fugaz, se pudre o prende en tierra, o se petrifica algunos años gracias al barniz.
Se da la costumbre de que haya artistas que labran estas semillas. En su mayoría hombres viejos; toma tiempo aprender la finura del miniaturista, y que alcance mitos que contar, imágenes que recordar, escenas de labor y combate.
Hasta allá les han llegado noticias de una semilla de coco, que se pone más dura, y aunque raja por sus vetas, no está seca, parece cera. Pero no la conocen. Trabajan sólo los huesos de las deleznables y sabrosas frutas, que apenas fueron pretexto de la semilla, su crisálida.
En una que me mostró un día hace cuántos años ya, el sacristán de la escuela (le decían, y han de decir todavía, porque toca la campana cada tanto, como las iglesias), volaban seis águilas blancas y simétricas, parecidas a las gaviotas. Pero en las montañas no hay gaviotas.
Los zopilotes, alejados, altos, papalotes que perdieron el hilo, acechan esperando que después de la función queden migajas para ellos.
Hacia adentro de la semilla o hueso de aguacate, labrado por el campanero escolar en sus ratos de ocio (que es cuando, como él dice, le viene la paciencia de la inspiración), la escena se entrama en bosques y caminos, una ciénaga, un cementerio y tres pueblos en las laderas.
Las águilas han bajado mucho. Vieron al zorro. El talento del zopilote es oler la carne muerta; el del águila, distinguir de lejos la carne viva y darle presa.
El zorro se ha escabullido, fantasma en la maleza, ondeando en el arrastre su orgullosa cola con brillos de oro y plata, como los pilares de que está cubierta doña Blanca en la ronda infantil.
Acaba de cruzar el camino, un momento en claro que favorecía a las águilas, pero algo las distrajo, tal vez los hombres aproximándose camino abajo.
La misma distracción aprovecha el correcaminos, aunque no es con él la cacería. Igual entonces cruza. A los correcaminos les encanta creer que la cosa es con ellos. Es su forma de darse importancia. Y entonces huyen, corren. Por eso cuando mueren son pura rama seca, no dejan nada que comer ni a los gusanos, de tanto quemar músculos hasta no dejar rastro de ninguno.
Aunque parezca mentira, entre las matas transitan colibríes, libélulas y mariposas amarillas. Pero los detalles se funden, porque esta materia no tiene los secretos andamiajes del marfil, su calidad es húmeda, blanda, imprecisa.
El campanero y labrador dice que allí ya no se ve, pero que en el cruce de camino quedaron las huellas del zorro, el rastro perdido de la presa que las águilas quizás alucinaron y despertaron en los zopilotes sueños guajiros de despojos en rebatinga.
``Es la historia del Tío Zorro'', me dice hasta cuando terminamos el recorrido por su miniatura de hueso. Una versión de su tierra que heredó desde niño y ha labrado una y otra vez, para vender o regalar. Como esos pueblos que cuentan en chaquira o estambre una y otra vez la cacería del mismo venado y su transfiguración, o esos otros que pintan en iconos laminados una y otra vez la cacería del mismo hombre, que al final resucita.
Cada pueblo cree lo que puede, y lo recrea con los materiales al alcance. En aquella hondonada del trópico absoluto trabajan semillas para fijar historias. Pero sólo de aguacate o de mamey.
La madera, en cambio, la usan para hacer sus herramientas. Y con barro hacen las paredes de casas y graneros. Y carecen de otro metal que no sea el de sus cuchillos y sus ollas.