Tras una larga y sangrienta guerra civil, que terminó en 1992, el pueblo salvadoreño acudió ayer por segunda vez a las urnas, ahora para elegir diputados y alcaldes, y aparentemente concedió el triunfo por escasos votos a los ex guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Según sus dirigentes, la izquierda unida en la coalición que el Frente dirige habría ganado la alcaldía de la capital, San Salvador, y otros importantes centros, sobre todo suburbanos, así como la primera mayoría en las elecciones parlamentarias, al lograr 38 por ciento de los votos emitidos, contra 36 por ciento del partido gubernamental Arena. Las demás organizaciones de derecha o de centroizquierda no superaban cifras de dos dígitos. El actual alcalde capitalino, que es de Arena, ha reconocido implícitamente la derrota de su partido, que incluso podría perder la mayoría en la Cámara de Diputados, donde tenía 39 curules contra 24 del FMLN.
Hay algunos datos importantes: en primer lugar, la abstención masiva, superior al 50 por ciento de los posibles electores, quita representatividad a los ganadores y hace difícil una aventura eventual de los perdedores para tratar de anular con la fuerza la respuesta de las urnas. En segundo lugar, el grupo de los votantes está dividido por partes iguales, lo cual obliga a todos a conciliar, negociar, hacer política y aísla a los exaltados, pues impide que los simpatizantes y miembros del partido contrario sean excluidos de los cargos estatales y de la vida pública, o sea, evita una polarización brutal de la sociedad, que sería rechazada por la mitad de la misma, que no votó porque no creía en ninguno de los contendientes. En tercer lugar, la Iglesia católica ha pesado mucho en la derrota de Arena (que, cualesquiera sean los resultados definitivos, pierde votos y posiciones), partido que ha pagado el desgaste resultante de su política neoliberal y del recuerdo del terrorismo de Estado durante la guerra civil. En cuarto lugar, las acusaciones de Arena y de ex comandantes guerrilleros hoy aliados con ese partido contra el FMLN influyeron, aparentemente, menos que los miles de muertos entre la población civil por la acción del ejército y de las bandas paramilitares, y también, que los terribles efectos económicos y sociales de una política que sólo es popular entre los banqueros, los exportadores y los representantes del FMI.
Estos comicios, por otra parte, contrastan evidentemente con las dos elecciones presidenciales en Nicaragua, país vecino y también víctima de una larga guerra civil. En efecto, en El Salvador la derecha no ha ganado y la izquierda ha podido convencer a un sector importante, aunque minoritario, de que estaba dispuesta a dar una solución política a los agudos problemas que aquejan al país. Es evidente la mayor experiencia democrática de los salvadoreños, pero también el mayor realismo de los dirigentes del FMLN, que saben que en la vida política no cuenta sólo la voluntad propia y que, a diferencia de los sandinistas, no se han desgastado desde el poder haciendo una política neoliberal con fachada de izquierda. De todos modos, la división en El Salvador, como la que existe en Nicaragua, hace casi imposible la guerra pero dificulta mucho la paz. Ahora es de esperar que se respeten los resultados de una elección en general limpia. Ojalá que la preocupación principal de ambas partes, por el bien del país y de nuestro continente, sea conquistar o reconquistar, según el caso, el apoyo de la mayoría que hoy no tienen.