Brío, plata y majestad caracterizaron a los toros de Huichapan, con edad, trapío y casta que desde un frío rincón en su galopar ascendían del murmullo del tendido a incendio. Ante su ímpetu avasallador, caballos y cuadrillas dóciles cedían, y de este modo nacía la belleza que da la emoción del toro bravo. La arrogancia se volvía galope encastado y luego fragor, espanto, máxime después de la gravísima lesión que sufrió el rejoneador Eduardo Funtanet al resbalar por el piso mojado.
Todo el coso se estremecía de pavor después del percance. El aire traía aparejado el drama y se temía lo peor. Los toros corrían tumultuosamente bravíos al caballo recargando con los riñones, pese a que al salir dos de ellos doblaron las manos. Los bureles iban en busca de ese rincón del ruedo donde encontrar la pelea que les dictaba la fiereza de su instinto. Su poderío era prisa y su casta tira cornadas, ceguera que apuntaba las femorales de los toreros. Nada los detenía. Rodaban en interminable mirar e ir en busca de la muleta, al igual que el domingo pasado los toros de José Julián Llaguno, en un final de temporada en que los toros de verdad aparecieron en estas corridas.
Como monstruosas serpientes se deslizaban los bureles criados por don Adolfo Lugo en medio de un vértigo. En lo profundo de sus ágiles embestidas, la muleta de Rafael Ortega resistió la turbulencia de su agresividad. El suceso no dependía del toreo aún verde del tlaxcalteca, sino de la invencible sugestión de su espíritu a ritmo con el coraje de la corrida de Huichapan.
Entre el toro y el torero surgía un diálogo extraño en profundo cauce después de los redondos, recibiendo la turbulencia de los animales, cuando el torero embravecido los aguantaba con las zapatillas clavadas en el ruedo, previo a un estocadón, entregándose. Así de fácil o de difícil --según se le mire--. Lo cierto es que Rafael le podía al toro con la muleta arrastrada por el suelo que había quedado en muy malas condiciones y era anunciador de la primavera al adquirir la suavidad suprema del terciopelo.
Sin prisas el torero se permitía guardar las encastadas embestidas como un suntuoso recuerdo de la tarde en que volvió a voltear la Plaza México a sus pies con nuevo corte de orejas, devolviéndole centuplicada su pedrería tlaxcalteca en orfebrería. La noche seguía el curso de su aventura y la luminaria que llegaba del campo bravo la tornaba henchida de emoción ante la entrega del torero a falta de recursos para torear a toros difíciles.
Las arrancadas ásperas de los toros bravos y su acometer salvaje a los caballos se tornaron en la clara dulzura del agua en el redondel, al vencer el obstáculo que le suponía la raza de los toros. Juvenil el torero le daba su torear el canto ranchero que llegaba con fuerza al tendido.
Pedrito de Portugal, con el toro débil al que consintió le dio pases que hablaban de la clase que atesora sin poder redondear. Con el otro toro que le tocó no le encontró la distancia, viéndose a su vez también verde, pero sin la entrega de Rafael. Para ese entonces la tarde había adquirido la fuerza de la tragedia con el percance al rejoneador Funtanet, dándole el colorido a sangre y muerte que caracteriza a la fiesta brava. El torero se debatía entre la vida y la muerte en el hospital con una fractura de cráneo, debida al impacto que le causó el paso del toro y el caballo por encima de su cuerpo. Aunque se olvida, las corridas de toros llevan implícito el drama.