La Jornada 17 de marzo de 1997

Con pollos ajenos agasajan priístas a la policía estatal

Hermann Bellinghausen, enviado, Colonia San Pedro, Nichtalucum, Chis., 16 de marzo Ť El centro del poblado parece el fondo de una cacerola. De la carretera a Bochil, en la esquina donde hay un camión y un batallón de la Seguridad Pública, allí se toma la pendiente que ondula entre cafetales y grupos de casas, hasta el centro de San Pedro, donde hace apenas dos días se suscitaron graves violencias.

De pie, con su rifle a la espalda, unos 30 efectivos de la Fuerza de Tarea de la Policía estatal comen de una larga mesa dispuesta para ellos. Abundancia de pollo caldoso y alteros de tostadas y tortillas.

A un lado, un grupo de mujeres indígenas cocinan afanosamente, menean las ollas, sacan las tostadas, cuidan la leña, sirven a los policías.

Un centenar de hombres de todas las edades rodean y contemplan silenciosamente la escena. La agencia municipal, a pocos pasos, está ocupada por elementos de la Seguridad Pública de uniforme azul. También los alrededores del banquete, que parecen cuidar.

El comandante de los policías azules explica que la situación es tranquila. A 200 metros de donde estamos platicando se pudre el cadáver de Miguel Gómez Hernández, encerrado en su casa. Es el hombre que el sábado quedó herido de bala en el camino y fue atropellado por uno de esos camiones de policía que están allí estancados.

A menos de 30 kilómetros de allí, en un paraje del mismo municipio de San Juan de la Libertad, el hijo de Miguel Gómez dirá más tarde:

--Queremos levantar su cuerpo. La preocupación es que lo entren a comer los perros.

Así, mientras en la agencia municipal los priístas acompañan a comer a la Seguridad Pública, con el rango propio de una fiesta de mayordomía, en una hondonada de refugio, las viudas de Juan, Carmen y Fernando lloran para relatar su experiencia; de cómo los fueron matando. Y el hijo de Miguel pregunta que si los de Seguridad Pública estaban comiendo pollo. Alguien le dice que sí, y voltea a ver significativamente a otro hombre a su lado, que abre grandes los ojos y exclama.

--Mis pollos. Eran mi venta; los tenía listos y quedaron allí cuando corrimos.

Otro hombre corrige la versión de su compañero Manuel, entrevistado no lejos de aquí, ayer por este enviado:

--No son cinco los muertos, sino cuatro. El compa dijo que vio primero tres muertos, y eran dos. Igual no vio cuando remataron a su hermanito Carmen, ni cuando atropellaron a Miguel.

En lo esencial, aunque con mayor dolor y dramatismo, el testimonio de este grupo de fugitivos de su pueblo coincide con el narrado ayer por otros compas suyos.

Pero como saben que los periodistas venimos de visitar su pueblo, preguntan cosas muy específicas que no sabemos responder:

--¿No se fijó si tenía abierta su puerta una tienda, así abajo de la agencia?

El hombre que pregunta lo hace porque le contaron que esa tienda, de la cual es responsable, había sido saqueada.

Su madre, una anciana de riguroso huipil en punto de cruz, propio de El Bosque, llora y hace llorar a las mujeres que la rodean, mientras relata en tzotzil el momento en que un helicóptero empezó a perseguir el camión de redilas donde viajaban ella y otras decenas de personas, y disparó sobre ellas. Se tiraron a la orilla. La señora tiene el brazo todo amoratado.

En otro momento, supe que el chofer del camión andaba preocupado por saber quién le iba a pagar su unidad. Quedó toda baleada, a lo largo.

San Pedro Nichtalucum es una colonia en minoría en la región. Sus ricos (los que viven en el centro, controlan el comercio, el transporte, la agencia y el trago) apoyan al PRI y militan en la CNC. Pero todo alrededor, los pueblos, colonias y ejidos, incluida la cabecera municipal, son perredistas-zapatistas.

Los propiamente perredistas (de la Uncizon) en San Pedro están reunidos en sus patios, lejos del centro y del convivio con los agentes del orden. Amedrentados, esperan que pase la tormenta. Ellos no acuden a ver comer a los policías de negro.

Las casas de los zapatistas, las más pobres, en las afueras, aparecen cerradas o maltratadas. Pero el ambiente es hostil en el pueblo; no es posible recorrer las casas y verificar su estado.

El juez primero nos cree ``del gobierno'' y saluda con la misma cordialidad con que nos atiende el comandante de policía; pero los demás indígenas nos ven desconfiados. Se oye una voz en tzotzil (que me traducen luego):

--Son de Samuel.

Eso es como invocar al chamuco, pues muchos priístas aquí son adventistas o presbiterianos. El comandante explica que la gente tiene miedo:

--Los problemas fueron antes de que llegáramos nosotros, que hubo enfrentamiento. Desde que llegamos, la gente está en paz. Un poco nerviosa; hay rumores, simples rumores, de que los pueblos perredistas se van a vengar y van a venir a atacarlos.

Lo que sí saben los de San Pedro es que los rodean pueblos del PRD y el EZLN. Y que después del viernes han de estar bastante enojados.

Para empezar, los que vivían en este pueblo y no cayeron muertos o presos tuvieron que huir. Y según relata más tarde el hijo de Miguel, cuando llegó la Seguridad Pública, el día del problema, los priístas que estaban con sus tubos y varillas aplaudieron y vitorearon su aparición. Por eso no es tan raro que hoy los agasajen, aunque los pollos sean ajenos.

Y bueno, decir que el ambiente en San Pedro es festivo sería mentir. El aire está pesado, los rostros inquietos, la policía con los rifles para adelante, y un cinturón de silencio rodea la fiesta: las casas de los hoy desplazados.

En una de ellas, el cuerpo de Miguel Gómez espera, como los de sus compañeros hoy en el Servicio Médico Forense de Tuxtla Gutiérrez, a que sus familiares puedan recuperarlos.

Eso los tiene bastante preocupados. Pero como dice, llorosa, la viuda de Miguel:

--¿Por qué nos matamos entre hermanos? Eso no lo queremos. Esos priístas no nos tienen que matar.