Como multitud en pánico, los profesores e investigadores de las universidades públicas ahora se salvan como pueden, y apuestan a que los otros lo hayan hecho peor (y a veces no solamente apuestan sino que colaboran en el sabotaje o descalificación del trabajo ajeno). Los resultados, desde el punto de vista de la productividad, son lamentables: hoy se hace más, es cierto, pero mucho más malo, mucho más a la carrera, en una carrera no contra los obstáculos epistemológicos, no en una lucha tenaz por descubrir las armonías del cosmos, sino en una cotidiana batalla en contra de los plazos administrativos de cualquiera de los programas que solamente ofrecen más dinero.
Hoy mi colega es mi peor enemigo, mi competidor más cercano, y la opción heroica de buscar, reencontrar y reconstruir la comunidad que debiera ser la universidad y que debiera proveernos con una buena razón para ser, por recomponer un ambiente de discusión, de polémica y debate, ha sido sustituida por la irracional urgencia de evitar que caigan sobre mí los anatemas de la burocracia.
Así, la burocracia (en la que buena parte de los miembros de la comunidad ha sido reclutada) es el instrumento de un terror ciego, del terror de que ``no me va a alcanzar para mis lujos'', de que voy a tener que renunciar a mis hábitos más entrañables de consumo; vivo en el terror de perder una posición de privilegio en una nación con 40 millones de mexicanos en pobreza extrema, mientras nos aterramos frente a la posibilidad de que este año no podamos tener los viáticos que nos permitan una semana de lujo en algún inútil congreso en las europas. Somos víctimas, derrotados de antemano, de nuestros temores, del terror que la burocracia vehicula como portadora de todos los males que tanto tememos. Quedan atrás las cursilerías del apostolado del magisterio, la vieja razón aristotélica según la cual lo que hacíamos lo hacíamos para maravillarnos, para asombrarnos.
Hoy, simplemente, el conocimiento se ha vuelto una especie de vacuna contra el miedo.