La Jornada Semanal, 16 de marzo de 1997


Javier González Rubio I.

La Amachi

El novelista Javier González Rubio también ha tenido una vasta trayectoria en el periodismo y fue un miembro clave del equipo que echó a andar La Jornada. Ofrecemos un relato memorioso que se detiene, con contenida emoción, en las escalas de la vejez y del exilio. Las ilustraciones son obra de Mauricio Gómez Morín.



La Amachi, como todos le decían, tenía 81 años de edad y 66 alejada de las montañas vascongadas de la Navarra que empezó a descubrir la primera vez que la llevaron a pasear por la plaza de su pueblo, Arizcum, un caserío de campesinos y pastores rodeado de un verde desparramado desde un cielo azul optimista y generoso. Junto a la casa de la Amachi había un convento para unas cuantas monjas, que tenía la pila donde todos antes y los que vendrían después fueron o serían bautizados. De todo el pueblo era también la ilusión de ir cada año a los Sanfermines y a Donostia, donde veraneaba el rey, y cada que se pudiera a Elizondo, más cerca ahí abajo, y donde nació el que después de bailarle el aurresku a la Amachi le pidió que se casara con él y la llevó para siempre a México cuando ella cumplió 25 años.

"Soy católica, apostólica, romana y vascongada" decía orgullosa y plenamente convencida. En su vida rezó 29,850 rosarios ųalgunos días llegó a rezar hasta tres en cumplimiento de una promesaų, y asistió a 21,900 misas; pronunció incontables jaculatorias, anduvo gran número de viacrucis y cumplió muchas novenas. A esto debemos añadir las oraciones que pronunció preparando a muchos niños para que hicieran su primera comunión.

Su amor por el sacramento de la comunión la llevó a realizar el acto más audaz de su vida, cuando la guerra cristera desató la persecución religiosa. Ella, como otros fieles, asistía a misa y comulgaba en lugares secretos porque las iglesias estaban cerradas. Aun en esa época no dejó de preparar niños para la primera comunión. Una tarde, estando ella con otras dos señoras y cinco niños en el sótano de una casa vacía en la colonia Roma dondese había improvisado un altar, sorpresivamente las descubrió una pequeña patrulla militar comandada por un sargento. El miedo y la sorpresa dejó a todos petrificados, menos a la Amachi que, encomendándose al Sagrado Corazón de Jesús y con cara de señora madura de muy buen ver, quieta, miró fijamente al sargento como no volvería a mirar a un hombre en su vida, y cuando él empezó a besarla, ella, jalándolo de los cabellos le puso en el cuello unas tijeras que sabrá Dios de dónde sacó en esos momentos. Bajo sus órdenes, las otras mujeres y los niños desarmaron a los militares, los amarraron, los dejaron encerrados y huyeron. Por boca de la Amachi, sólo su confesor supo lo que había sucedido esa tarde. Y el sargento amarrado por una ilusión equivocada no supo que, a pesar de todo, durante más de un mes se elevó diariamente una avemaría por la salvación de su alma.

El día que murió Juan XXIII, lloró casi inconsolablemente y fue la primera vez que Dios envió un grupo de ángeles a beberle las lágrimas a punto de inundar su cuarto, y a que le secaran los ojos y el rostro con las plumas de sus alas blancas, azules y amarillas.

La Amachi caminaba cojeando porque alguna tarde de sus setentaitantos años se empecinó en ir a la iglesia a pesar de la lluvia y un charco majadero la hizo resbalar y por la caída se rompió la cabeza del fémur y ella tuvo algo más que ofrecerle a Dios sin reproche y con resignación.

Sin embargo, el dolor físico más molesto de la Amchi no era precisamente el fémur roto; padecía más por sus callos ųlos juanetes se los operaronų, pues ni los parches, la glicerina y el pedicurista pudieron erradicárselos. Cualquier remedio era pasajero.

Por las noches, cuando su vejez empezó a abrirle paso a la ancianidad, se podía ver a la Amachi, mientras todos dormían, quitándose con sus manos, deformes de tanto tejer y correr avemarías en el rosario, algún callo no muy duro.

Su piel de leche y vainilla estaba cubierta de arrugas y por eso una tarde su nieto más pequeño le dijo que en el centro no había encontrado ninguna plancha adecuada para alisarle el rostro, pero le prometió que seguiría buscando; ella lo tomó en los brazos y le agradeció a Dios que le hubiera dado semejante dulzura.

La mirada de la Amachi siempre tuvo paz de vida eterna y ternura de santidad no pretendida, a pesar del desamor de su marido fallecido, por cuya alma rezaba todos los días, y de haber visto morir a su primer hijo cuando apenas alcanzaba los seis años de edad. Sus ojos parecían mirar constantemente a los ángeles celestiales que cada vez con mayor frecuencia bajaban de entre las nubes a platicar con ella mientras remojaba sus pies en agua caliente. Yo contemplaba esos encuentros sabiendo que por mi condición de guardían jamás debería ser visto. Cuando un cierto olor a incienso le anunciaba que los ángeles se acercaban, escondía presurosa alguna de las novelas de Pío Baroja que tanto le gustaban a pesar de que en sus tiempos se había enterado que a la Iglesia no le hacían la menor gracia por indecentes e inmorales. Temiendo que los ángeles fueran de la misma opinión, rápidamente cambiaba la lectura por las agujas y se ponía a tejer con hilazas y estambres que en sus manos parecían caudas de cometas que con el baile de sus dedos se iban transformando en conjunción de soles, estrellas y constelaciones.

Contaba entre sus grandes satisfacciones dos carpetas deslumbrantes inventariadas en el Cielo. Una, color azul, en la sala de recepción de la Gloria y otra, marrón, en la alcoba de Dios bajo el florero del cual brotan todas las flores que cubren la Tierra. Y ella, sobre su buró, tenía la Ikurriña tejida con particular orgullo por haber nacido ambas en 1894.

Tejió tanto que si se pudieran rescatar y unir pieza por pieza todas sus creaciones, sería posible hacer una inmensa cobija capaz de proteger del frío a todos los pobres de la Tierra.

La Amachi no estaba tanto preocupada por ganar al Cielo como por ayudar a los demás a que lo lograran, por eso rezaba tanto. Y también estaba convencida de que "el Santo Rosario salvará al mundo".

A cada nieto le hizo su sotana azul cielo y su roquete de encaje para ir a ofrecer flores en mayo a la Virgen María. Feliz, vio a cada uno caminar despacio por los pasillos de la iglesia de la Divina Providencia, con los brazos llenos de azucenas, y bajo la amorosa y complacida mirada de su Ángel Guardián. La Amachi los vio también crecer y alejarse de esos ritos y perder el olor de santidad, que no quedó en ninguno, y olvidar las pocas palabras de euskera que a trompatalega les había logrado enseñar.

Después de los ángeles, con sorpresa primero y naturalidad después, la Amachi empezó a recibir visitas de sus santos predilectos.

Con San Agustín sostenía conversaciones en busca de orientación sobre el mejor camino para lograr que sus prolongaciones se acercaran más a Dios. El filósofo le decía que no se preocupara, que habían salido buenos, para los tiempos modernos, y sabían de la ternura y la generosidad y, aunque no se lo dijeran, todavía rezaban algo por las noches como ella les había enseñado.

Sin embargo, a la menor oportunidad la Amachi empezaba a hablarles a sus nietos de la necesidad de estar bien con Dios, no tanto para evitar los terribles castigos del Infierno, sino para llevar la vida diaria a buen puerto sin perder nunca la compasión por los demás ni dejarse encerrar en las prisiones de la culpa.

En las adolescencias de sus nietos, la Amachi sintió especial angustia pensando en que pudieran caer en los pecados contra el sexto mandamiento, lo que realmente nunca le preocupó con sus dos hijas, a las que tuvo que sacar pa'delante pues el marido se le murió estando una por los 13 y la otra a las puertas de los 15.

Cuando le entraban esos alfilerazos de temor por los pecados de sus nietos, el Demonio la visitaba para atormentarla contándole las andanzas, reales o imaginarias, de los tres muchachos. Él la sorprendía en el lugar más inusitado ųen la cocina, en el baño, en alguna recámaraų y ella se apresuraba en busca del frasco con agua de San Ignacio y con decisión, sin que le temblara el pulso, la echaba al rostro de Satán, que se alejaba maldiciendo y jurando su regreso.

Imbuida por la ingenuidad de la vejez, alarmada le contaba al más pequeño de sus nietos los informes del Diablo. Él la escuchaba con paciencia y ternura y una cierta tristeza, pues creía que su amachi ya estaba desvariando. Por eso, sobre todo, le aseguraba que no debía preocuparse y acababa prometiéndole llevarla a pasear en coche el domingo siguiente cuando, también, la acompañaría a misa.

Un día de Navidad, se quedó sola rezando por sus hijas, sus nietos y por la paz del mundo. Poco antes de las once de la noche llegaron Jesucristo, María, San Francisco de Asís, San Agustín y San Judas Tadeo acompañados de ángeles y arcángeles a cenar con ella. La Amachi preguntó por San Ignacio de Loyola, uno de sus santos predilectos. Jesús le informó que en un alarde de la disciplina que lo caracterizaba se había quedado con San Francisco Javier terminando un proyecto de reformas a la Compañía que pensaba implantar a principios de año, pues la delicada salud del padre Arrupe los obligaba a tomar algunas providencias.

La Amachi extendió en la mesa un mantel tejido por ella, y sacó lo que le quedaba de una vieja vajilla de porcelana utilizada únicamente en las grandes ocasiones. Comieron pan de trigo, turrón de Jijona y pichones, y bebieron vino de consagrar hecho con uvas de los viñedos celestiales.

Durante la conversación, Jesús dijo a la Amachi que el Padre en varias ocasiones había decidido terminar con el mundo mediante el Apocalipsis, pero las plegarias de María lo convencían de posponer semejante determinación que, finalmente, era ineluctable pues estaba escrito. María escuchaba con gozo y consuelo los rosarios de la Amachi, sentía que las dos unían fuerzas y con entereza y amor le pedía al Padre piedad por los hombres. Sin embargo, ahora Jesús estaba dispuesto a llevarse a la Amachi con ellos. No consideraba justo que sus plegarias estuvieran salvando al mundo; era tiempo de que el resto de los mortales se las ingeniara por su cuenta. No lo dijo, pero llevándose a la Amachi, quería intentar, demostrar, creer, desde lo más profundo de su corazón, que otro hombre, otra mujer, cumplirían esa responsabilidad.

El arcángel San Miguel comentó que el Padre ahora sí estaba tan decidido a traer el Apocalipsis que en la laudería del Cielo habían empezado a fabricar los instrumentos de aliento con que habría de anunciarse. Además se bocetaban y discutían nuevos diseños para las arpas y las liras que habrían de tocar los justos y bienaventurados. Pero estaba también el lado sombrío: los caballos del Apocalipsis ya habían crecido y sus jinetes, silenciosos, de cuerpos como iglesias góticas, los entrenaban con dedicación y bravura para la cabalgata inexorable.

La Amachi se atrevió a hacer una petición: que los jinetes no emprendieran juntos la cabalgata, que Dios los enviara paulatinamente pues tenía fe en que los hombres, al ir viviendo las catástrofes y el dolor que generaban, serían capaces de rectificar el camino; argumentó que de salir juntos ya nada podría detenerlos, y eso no le parecía justo ųal decir estas últimas palabras pidió inmediatamente perdónų. Jesús, conmovido por su fe, su esperanza y su caridad, accedió y le aseguró que así sería.

Una tarde antes del Año Nuevo, la Amachi tomó sus bastones y se fue a la iglesia acompañada de la sirvienta de la casa; como siempre, no tendría que caminar más de dos cuadras y cruzar una calle tranquila. Oyó misa, comulgó, rezó y feliz emprendió el regreso a casa. Un coche imprevisto en sentido contrario y con velocidad inusitada, la embistió lanzándola dos metros por delante; ella sólo alcanzó a gritar "šDios mío!", al tiempo que la asistenta, de un salto, se salvó de volar varios metros por primera y única vez en su vida.

La Amachi perdió el conocimiento, se rompió cuatro huesos de las piernas, dos costillas y una clavícula. Se le hizo un coágulo en el cerebro y el doctor, con seriedad de rutina, pidió autorización para operarla: podía morir, no garantizaba que quedara bien, pero de no hacerlo, viviría como vegetal indefinidamente.

Resistió la operación, todos los huesos se le curaron y no volvió a diferenciar el tiempo y la realidad. Confundía a sus hijas con sus hermanas, hablaba con su marido como si estuviera vivo y a los únicos que reconocía, sin equivocarse, pero creyéndolos niños, era a sus nietos.

La visitaba San Agustín y ella le hablaba como si fuera San Martín de Porres; a San Francisco de Asís lo creía San Luis Rey; la Virgen María y María Magdalena se le hicieron la misma persona, y los vascos y los gallegos no hubieran aceptado de tan buen talante que se confundiera, como ella lo hacía, a San Andrés con Santiago Apóstol, pero todos ellos, pacientes y amorosos, soportaban sus confusiones como bromas, incluso reían, y ninguno intentaba sacarla del error; sin embargo, todo aquello que la Corte Celestial tomaba con buen ánimo y sin preocupación alguna, se fue haciendo un dolor y un calvario cada vez más grande para la familia de la Amachi.

Para ella no había día o noche. A cualquier hora llamaba a alguien de su pasado remoto y le pedía alguna cosa; sostenía conversaciones con sus hermanas como si estuviera en Iturraldea, la casa materna, frente al fogón con ellas tejiendo o preparando embutidos. Apuraba a las hijas porque no tardaba en llegar el padre. Se llagaba de no moverse en la cama, le salían escoriaciones, estaba pegada a sondas, despedía olores a flores descompuestas, no dejaba dormir, no estaba en este mundo y en el que se encontraba ya no existía, hasta que una noche el nieto menor, dibujando unos planos que le habían pedido en la universidad, percibió un aire cálido que movía las cortinas del cuarto. En ese instante tuvo la certeza de que su Amachi iba a morir. Apresurado despertó a su madre y corrió a la recámara de la Amachi, tomó en sus brazos su cabeza, ella le sonrió con amor y se fue para siempre.

En el cielo, de un establo apartado, oscuro y gélido, emergió un caballo hermoso, siniestro, montado por un jinete vestido de negro con el rostro cubierto. Juntos iniciaron un galope raudo que fue apagando soles y estrellas a su paso. Y nadie supo nunca cuándo empezó todo.