La Jornada Semanal, 16 de marzo de 1997
Don't make waves; I don't like waves", le dice el superior,
enfadado, al Mayor Marshall. Es una advertencia sobre su vida personal
ya que su esposa, Carlie, lo pone en evidencia y queda a riesgo su
reputación. No se aclara más el asunto, no obstante que
el Mayor balbucea que su vida personal es privada. Pero como en la
milicia norteamericana los grados se respetan o el rebelde se pone la
soga en el cuello, el Mayor se cuadra ų"Yes, Sir"ų
y se va, el entrecejo contrariado, aunque bien sabe él que la
advertencia le dice que en efecto hay olas y que las aguas no son
precisamente subterráneas. Al contrario, se trata de un
matrimonio aparentemente convencional, con dos hijas, una ya
adolescente, cuya madre las quiere ųasí como ama a su
maridoų entrañablemente. Pero Carlie es una mujer
singular. Tal vez se trate de un ser humano, el más
próximo a un animal, seguramente uno de garras afiladas (ave de
presa, felino, mandrágora, aunque sus licantropías no se
limitan nunca), por lo que existe con músculos, huesos y otros
aditamentos necesarios a la belleza de un cuerpo que, más que
perfecto, es de una sexualidad extrovertida y penetrante. "Son
mujeres como tú ųle dirá una pobre
contrincanteų por quienes viven los hombres; mujeres como
tú y tu atracción irresistible." Lo dice cuando
Carlie la maquilla al lado de un espejo que nos devuelve cuatro
imágenes, todas peligrosas ya que la presencia de la
Sra. Marshall contamina el ambiente con un malsano magnetismo del que
ella es y no consciente al mismo tiempo. Esta escena podría
analogarse a la de una lechuza que en el véspero acecha a una
liebre de largas orejas, ya que en rigor la cinta, debido a la
presencia de Carlie, es de un salvajismo singular.
"Cielo azul" es la consigna de una operación militar que, con bombas nucleares, a la chita callando, se habrá de efectuar en algún desierto cercano a Nevada. Como la operación, al llevarse a cabo, no ha sido cuidadosamente vigilada, en el momento de estallar una bomba de prueba aparecen por las pantallas privadas de televisión (ante la Comisión Militar que observa el fenómeno) dos rancheros de la localidad, que sin haber sido advertidos, se meten en la boca misma del lobo. Ya es tarde. La explosión se efectúa y los rancheros con cabalgaduras desaparecen convertidos en átomos, mientras el Mayor Marshall (que observa en helicóptero, relativamente cerca del terreno) se da cuenta de lo que ha pasado. Pocas horas después, el propio Mayor dirá que ante tal crimen no permanecerá callado, que habrá que denunciar a los responsables frente al Tribunal de Honor. De esta manera un simple servidor de la milicia gringa se convierte en héroe, solitario y martirizado como todos los héroes: un extraño soldado pacifista por cuyo medio la película ųque lleva el mismo nombre, Cielo azulų se desdoblará: uno será el fondo político, furiosamente conflictivo, que ha vivido nuestro mundo nuclear contemporáneo; el otro es el problema de la familia Marshall, involucrada hasta los tuétanos porque se la envía a Fort Mathews (el letrero reza una consigna: "We salute proudly"), por lo que los recién llegados sienten, desde ese momento, el peso de una responsabilidad que no entiende sino el Mayor, pero que invade por completo al resto, todos ellos gusanos a las órdenes del gobierno de su omnipotente país.
Fort Mathews es una villa alejada del mundo; un caserío para las familias de los militares, cerca de Nevada. Se halla lejos, en cambio, del sitio donde los Marshall han vivido antes de que él fuera designado para llevar a cabo la parte fáctica de "Cielo azul". El militar les anuncia a las tres mujeres su desplazamiento, y allá van en un viaje aéreo no sin antes pasar varios sucesos que alrededor de Carlie deben consignarse para empezar a cercarla estrechamente, pues es anfitriónica por naturaleza.
He aquí las cosas tal como se ven en la pantalla: la mujer, acostada sobre la arena (es una preciosa mañana soleada en no se sabe qué lugar), voltea suavemente las caderas para erguirse sobre los codos y colocarse con suavidad una enorme pañoleta de vibrantes colores sobre el vientre, tal como empezaría a hacer el amor con un hombre, acaso con ese marido suyo que vuela en ese momento ųacompañado de tantos compañerosų sobre la misma playa. Los militares (que ignoran que es la Sra. Marshall) aúllan de placer observándola, mientras el Mayor sonríe complacido, ya que por lo visto el gusto de los otros por Carlie es parte del propio, pues el suyo es un machismo externo en permanente desequilibrio dada esa debilidad interior puesta enteramente al servicio de su mujer. Tales matrimonios, empero, son más comunes de lo que pareciera, por lo cual hay que ir con tiento para singularizar la situación. En todo caso se trata de un hombre fornido, recio de esqueleto, de facciones maltratadas por el acné, amplias espaldas y musculosas piernas, apto para el sexo y para idolatrar a sus hijas y a su mujer. Así las cosas, ella es el timón de la nave mientras él resulta un Capitán cómica y dramáticamente mareado por un océano embravecido que, sin embargo, entra en calma cuando menos se espera, para volver a levantar esas olas que tanto asustan a quienes contemplan el fenómeno. Dicho de manera más simple, se trata de una pelea por el poder que el macho ya ha perdido, pues la hembra ųcuyo privilegio es el sexoų ha logrado tal mando en los terrenos del hogar (y después fuera de él) valiéndose de un temperamento histérico entreverado al placer ųy sólo al placerų ya que su naturaleza, instintiva, nunca logra frenar las riendas al caballo.
Sobre la arena suavemente se levanta, movida por el viento que la arrastra a la playa, por lo que ya en el mar (jugando, jugando siempre con la pañoleta) es posible que se confunda con un pez plateado o con una sirena cuyos "cantos" llegan hasta las orejas de los militares, enderezándoles la virilidad. Pero cuando el Mayor regresa a casa, la encuentra en el jardín posterior, en una especie de improvisada fiesta, rodeada de soldados extranjeros: cubanos, franceses, italianos. Por ello no resulta extraño ver a Carlie en unos de sus pasatiempos favoritos, bailar sola (le encanta saberse observada, aunque casi siempre sea deseada), o jugar al "toro", lo que no le es difícil toda vez que ella misma es un animal infatigable. Pero posee otro pasatiempo: verse en los espejos, modelándose como una rosa de cultivo o como un pavorreal fascinado con los colores de sus pumas. ƑPara qué hablamos de peligro? Con las astas ocultas por su bella pelambre y por su casi permanente sonrisa ųya discreta, ya franca, pero engañosa las más de las vecesų le es habitual cautivar a los hombres, quienes obviamente se rinden, pues no sólo ignoran el peligro sino que lo aman a tiempo de detestar a otro tipo de mujeres, sobre todo las que sobresalen por su talento o por su inteligencia. Pero no: Carlie no parece pertenecer al grupo: al contrario, se "deja llevar" mañosamente, como quien necesitara de apoyo, aunque tenga sus cartas escondidas bajo la manga. Por eso en el juego, antes de "embestir" ųalelada por el ambiente que ella misma ha creadoų, baja la cabecita y trota por la arena con el encanto salido por los poros, arreglándose después el corpiño ųal descubierto siempre las espaldas y el pechoų, los huesos de los hombros deslumbrantemente cubiertos por una piel mate, blanca, que se expande a las cosas, a los hombres, al mar, al viento, a la ensenada y ųay de ellaų hasta al marido, que en ese momento se presenta y atisba ųlos brazos cruzadosų como quien ya está acostumbrado a las excentricidades de su mujer. "Hasta luego", "Arrivederci", "Au revoir", dice después de presentarlo con los otros, que respetuosamente se retiran asombrados, quizá, de saberla casada.
"Me echaste a perder la fiesta, mi amor", le dice echándosele a los brazos para ųenfurruñadaų besarlo intensamente con la lengua y, al parecer, el cuerpo entero, untada como un transparente papel engomado. Pero como en la armada no "quieren olas", ahora, antes de tomar el avión hacia Nevada, la observamos disfrazada de actriz, con lentes negros y una larguísima mascada (en rosas suavizados con blancos), las puntas hacia atrás, coqueteando, guiñando los ojos, feliz de un desplazamiento que la convertirá ųsin ella presentirloų en otra persona ya no diferente, sino absolutamente antagónica a la que fue, si bien tal anagnórisis lleva consigo un martirio intenso y el hundimiento de la gente que va en la nave que se traga el mar.
Pero vayamos de nuevo a Fort Mathews ("We salute profoundly") para atisbar a la familia aterrizando en el aeropuerto local. Carlie adoptará para sí una moda que sólo una mujer como ella se permite: es el mismo atuendo ųalgo muy corto, pero no minifaldaų, o la misma blusa en múltiples versiones de telas y colores. Se trata de un atuendo común y corriente (nada de modas italianas) pero al que Carlie le presta sus pepitas de oro para volver las cosas diferentes. El conjunto, ceñido a su espléndida figura, nos hace comprender que la suya es una actuación antes que nada corporal, si por ello se entiende la alegría de enarbolar como bandera propia seis sentidos que le sirven mañosamente para triunfar: los cinco consabidos, más el instinto, infalible en su caso aunque atropelle al mundo que rodará a sus pies, envilecido y dispuesto después a cobrársela caro, como condenada por los dioses olímpicos para "una temporada en el averno". Pero antes de que éste tome represalias sigamos con Carlie Marshall: su pequeña cara ųde chita recién nacidaų tiene como arma ųrepitoų a un ser siempre sonriente, pues sobre los hombros porta una cabecita al parecer redonda y hueca. Alguien ųun ser distraído y malvadoų ha sustraído la inteligencia de esa masa gris que ųfrágil y ligeraų es más una metáfora que una realidad comprobable, como comprobables en cambio son sus homóplatos, los brazos, la pelvis, los enmarañados pelos rubios que caen sobre la frente, el sexo, al que de cuando en cuando ųsobre todo al bailarų mañosamente cubre con las manos, una puesta sobre la otra, en ademán de entregar esa parte del cuerpo y sólo ésa, como una rumbera de cabaret que estuviera, por ejemplo, en la costa del Mar Caribe o cantando en la más corriente ciudad del mundo: Las Vegas.
La familia trepa a un auto que los llevará hasta su nuevo domicilio, en los aledaños del pueblo: me refiero a Fort Mathews. Como el "Fuerte", la casa es fea, polvosa, destartalada. Para colmo, las habitaciones se hallan en la periferia del poblacho y en ellas existen "huellas" de muebles que han sido usados por huéspedes anteriores, mientras en el campus común llantos de niños pequeños, gritos, ruido de bicicletas y montones de tendederos con ropa que se seca al viento, permiten el primer ataque de histeria de Carlie, quien de la alegría inicial va trasmutándose en el trayecto hasta convertirse en una fiera parecida a Catalina Minola de The Taming of the Shrew. ƑPero será posible domeñarla? La doble identidad de la película deja la pregunta sin contestar, al aire, pues pronto nos damos cuenta que ella es una mujer mal conformada: no ha crecido o, más bien, no maduró. Su edad emotiva ųde escasos seis añosų la obliga a jugar con muñecas, de las que tiene una asombrosa colección, según ella de viajes que hizo cuando su padre se dedicó a la diplomacia; México y Sudamérica, dice en voz alta con placer, son sitios que ella ha visitado, ya que le encantan, y lo dice arreglando las flores que Connie Dowson (esposa del que será su amante) le ha llevado con el ritual gringo de rigor para que el neighborhood se haga presente. La escena es el marco de una gran perfidia que, invisible aún, se avisora entrelineadamente. Por lo pronto, Carlie es una paloma o una golosina de vuelos eficaces, casi casi invisibles. Sin embargo, los juguetes no se limitan a muñecas: se extienden a las hijas (con quienes tiene una relación fraternal laberíntica); al marido, su oso de peluche preferido; al mundo y a la vida, quienes se limitan a decirle un "basta" que, por ser ella sorda y ciega, pasará por alto para enfrentarse con la adversidad.
ƑEs buena, es mala? No, es un ser que ignora por qué está en este mundo, por lo que al mismo tiempo de resultar insoportable provoca lástima o piedad, pues es alguien que a sí misma se sufre, inevitablemente, hasta desgarrarse por dentro.
Por eso el ataque de histeria (patadas al refrigerador, desgarramiento de persianas y cortinas desvencijadas, echar al aire enseres de cocina, chillar como un mico en la selva con el cuerpo descoyuntado o como alguna virgen barroca alemana), aterroriza a las chiquillas, que se tapan los oídos mientras el Mayor la deja hacer, para que se desfogue saliéndose de la propia jaula donde está encerrada por cuenta propia. Pero el asunto no termina allí: sale de la casucha, se pone a manejar su vieja camioneta ųque es parte de su cuerpo, diabólicamente arrastrado por sucesos ignarosų y para en una tienda de ropa, a la que entra sofocada. Él la sigue en un "jeep", los dos ųopinan las hijasų el uno para el otro, locos de remate. Entonces, al encontrarla en el almacén, vemos a una Carlie excitada, palpitante, bella, escondiéndose en esa improvisada gruta. Está aterrada por dentro y por fuera, como un perrito perdido por las calles. Tiembla como tiemblan los cuerpos de las bailarinas, célula a célula estremecidas. El Mayor dulcemente la acorrala. Con ternura la alcanza y le cubre de besos las mejillas y el pelo: nada habrá de pasarle: "Let's go home", dice, mientras las asustadas dependientas piensan cosas horribles. Pero antes ella se le recarga dolientemente, a sollozos. Surge entonces ese rumor extraño al que llamamos arrepentimiento y se transforma de nuevo en la niña que es, dejando, ya en su lecho, que le sobe los pies descalzos, que la cubra con una sábana y la posea, pues por lo visto la histeria es el mejor incentivo erótico que registra el Mayor.
Una mujer así está enferma de sensibilidad, no de cultura. "Sorry, sorry. I give excuses for being a mother", dice moviendo la pequeña cabeza, sabiéndose histérica y sin poder ni saber remediarlo. Se ve con claridad que su mente está oscurecida por velos que el maligno le ha colocado sobre las pequeñas facciones. Sus gestos son patéticos, semejantes a las máscaras del teatro griego: mueve las manos a la altura de la cabeza frágil, débilmente, como arrepintiéndose, ya, de haberlos hecho. Pero el asunto es grave porque, a medias perdido el equilibrio, no acierta dónde apoyarse, ni sabe en qué lugar está, ni mucho menos en qué acabará lo que ocurre, patética en verdad, ya que o es un animal o un angustioso mito: una sirena que, como todas, no tiene sexo para hacer el amor aunque se engañe y vaya por la vida entregada a una realidad ambivalente. Por eso, en medio de esa sin razón se halla su ser materno. Ella lo exhibe tal como acostumbran hacerlo con su público la rumbera o la bailarina de carpa.
Al volver de unas compras, regresa con regalos para las hijas y el marido. Pero entonces aparece una vez más la vampiresa y, acaso sin sentirlo, empieza a agitarse: da pasos de baile, la cabeza en las nubes, o invita a la menor a seguir su ritmo, sin conseguir contagiar a nadie porque todos temen un exabrupto. Al moverse (es alguien semejante a una culebrilla nadando), tiene la calidez de lo negro o de lo latino, que subraya su sexualidad, salvaje y educada a un tiempo.
Nadie, pues, más contráctil que Carlie, quien tiene un punto a su favor, ya que en la comunidad se ofrece una fiesta para los recién llegados. Los ojos de todo mundo están fijos en ella: su primitividad atrae e hipnotiza, la Sra. Marshall jugando a boba, como la dama de Lope de Vega. Entre brindis y bocados el Coronel Dawson la observa. Es un hombretón guapo, del montón, un macho sin más oficios que servir a lo que entiende por "la Patria" y pensar en la vagina de todas las mujeres, además de ser desleal y, en una palabra, vil. De su hombría se vanagloria, sin cuidarse mucho de su esposa, una del montón, celosa de sus posesiones y enamorada profundamente del marido. Carlie se halla resplandeciente y, como siempre que se siente observada, se transforma en algo parecido a una fuente; en algo que se derrama al sol y que a gritos llama a los sedientos para que beban en sus aguas. No en balde el Mayor ųque tan bien la conoceų le ha dicho a sus hijas "She's water", de modo que él es el estanque que la contiene. He aquí, en pocas palabras, descrita la relación sadomasoquista del matrimonio. En la fiesta se siente, pues, observada por lo que saca partido, molécula a molécula, de esos pelillos que entroncan con el cuello, lo que recuerda a algún ave de paso. El atractivo con el Coronel ("sex to first sight") es mutuo, por lo que las miradas son espejos que se tragan viciosamente. Y como la fiesta sigue por la noche ųo cualquiera de tales nochesų ella ųvestida precisamente en forma detonanteų falsamente intenta bailar primero con un viejo militar y con su marido; pero ante el rechazo cae ųcomo arrastrada por una olaų en brazos del Coronel Dawson, quien la recibe como la hembra en celo que es. Se trata de una danza lasciva, de cortejo bestial, en la cual ella enseña las tentadoras cuevas axilares para luego mirar hacia abajo y echar el cuerpo atrás, regado el vientre sobre el uniforme del galán. Todo ello ocurre cuando los brazos ųlianas, diría algún borracho obsesionadoų apresan el cuello del hombre, besándolo en el término de la quijada. Pero si fuera de tales parangones la miramos como mujer, el baile resulta innoble, impúdico, acaso por exceso de lujuria o por envenenamiento de las almas. Pero Ƒla tiene Carlie? Nadie puede afirmarlo; acaso sólo insinuar que los ojos, maquillados por unas líneas curvas ascendentes que enmarcan la frente, son dos trazas donde se diseña la fatalidad.
La impudicia es creada a propósito: tanto para molestar al Mayor como para inflamar los celos de la nueva vecina. Pero por el momento nada más existe; sólo la música, el ritmo, la pareja obsequiosa que, colocada detrás, la aferra recia y lascivamente por los brazos; por delante, sus manazas le acarician el borde de las nalgas. Este acto, previo al coito, es de una sensualidad excepcional por lo que el Mayor, sin excesos (pues que está acostumbrado), la rescata. Pero como con Carlie todo es reto (ella es un repente), lo empuja ųno sin una mueca de desdénų y entra de lleno a bailar sola, hipnotizada, o sonámbula u odiosamente estúpida. Lela. Y como está enamorada de sí misma el resto del mundo le sale sobrando, por lo que le basta, únicamente, el espejo. Va, ya deslizándose como si volara ųu "ocurre por el aire", como diría Quevedoų, pero al propio tiempo lo hace de manera terrena, pues sabe a qué atenerse y se juega la vida, ya que la reputación es algo inconcebible para ella, en cuya cabecita no caben tales términos.
La concurrencia del salón de baile está petrificada. Nunca pasa nada en un pueblo así, charco de agua podrida, si se quiere. Y de pronto esa otra "agua" que ella es, inunda casas, vecindades, parroquia, ciudadanos, con el objeto de arrasarlos y salir victoriosa de la hazaña. Pero tales cuerpos, cadáveres flotantes, se levantarían con los días para lograr el escarmiento necesario. Como no cesa de moverse, ahora coloca las manos sobre su propio sexo, por lo que lo estridente del vestido parece impregnarse de una doble contaminación, de vino tinto y sangre. ƑQuién puede no desearla? ƑQuién no terminará odiándola? Y Carlie Ƒpor qué hace un número de cabaret cuando no es el momento? Porque el tiempo no se registra en una mujer así: un momento es todos los momentos, revueltos, enmarañados o fugaces, ya que es el espacio el único que los consigna. "She is an extraordinary woman" dice el Coronel a su vecino, oyéndose en la voz un gruñido de lobo hambriento, pues Carlie ųdiosa de la fertilidadų al bailar nada abriendo y cerrando las piernas y los brazos, así como las múltiples cabezas que surgen de su tronco emergen como si estuvieran empapadas de líquido vaginal. Entonces el Mayor avanza, la aferra entre los brazos y la saca de allí, pues en este momento sus caprichos de niña necesitan de un fuerte castigo. A zancadas traspasa el umbral y la arroja a la piscina del club, por lo que la sirena ųno obstante su condición acuáticaų se convierte de nuevo en la hembra salvaje que no deja de ser, aunque la mujer ųsuperpuestaų haga el ridículo para sí misma.
Ya en su casa, el director le proporciona otra escena de histeria, levemente distinta a la anterior. Mira al Mayor chorreando agua de la cabeza a los pies, humillada, pero erguida a la manera de una enredadera que se aferra a su tronco o de una naja en pleno ataque. Entonces se acaricia los senos; nadie como Carlie se vio nunca en tal estado de regreso hacia la naturaleza, que es adonde pertenece: es como una estatua de Bernini, Daphne, a la que dolorosamente le salen ramas en el cuerpo. Luego, con la altivez de una estatua, en silencio, deja que él se le acerque para abofetearlo, y en seguida ųno olvidemos que es un repenteų se le trepa y lo besa succionando su boca, la espalda al descubierto, mojada con gotitas de agua que la convierten en una tela transparente y obscena. La secuencia es de rigor: él la avienta a la cama (Carlie ya en ropa interior y medias con ligas negras). Los encajes no cubren sino develan su sexualidad, blanca y maldita. Entonces la penetra.
La segunda parte de la cinta es, si cabe, más frenética aún. En un impasse los rivales se encuentran en la oficina, pero curiosamente el momento del baile no se menciona: hablan de asuntos referentes a la operación militar, por lo que el Mayor (recibe órdenes del Coronel, que ansioso prepara así a su presa) habrá de irse lo más pronto posible, en un inesperado viaje aéreo, hacia Nevada. Al salir de la oficina, el Mayor vuelve a casa para hacer las maletas. Carlie, echada en bata sobre la cama, con los pies desnudos, le acaricia el pene: es un ritual, lo que al propio tiempo rompe con lo cotidiano, la deidad gris a la que se refiere Proust. Lo astuto del asunto es el tipo de amor que se ofrece: pues se desean como una pareja normal, sin conflictos o preocupaciones que mermen el placer. Tal, al menos, la finta, ya que las entretelas se empodrecen minuto a minuto, como si temieran no lograr hacer su aparición.
Pero la película se complica, ya que las dos bases sobre las que descansa el argumento se entrelazan con el pretexto de los hijos (la del Mayor y el del Coronel), a quienes observamos llaegar, a escondidas, a un solar viejo. "Limits", reza un letrero, que anuncia, desde ahora, que se trata de un territorio donde hay armas de la segunda guerra mundial, sin usar pero activas. Por eso corre riesgo quien lo traspase. Es indispensable añadir que la muchacha ųdentro de la cabaña deteriorada donde iban a acostarseų toma una granada y por mero juego se la arroja al chico que, horrorizado, la avienta a través del cristal: el estallido no se hace esperar. Llegan por todos lados jeeps de custodia; recogen a la pareja, no sin que el Coronel, al ver a su hijo en tales trances eróticos, deje de sonreír al comprobar el precoz machismo de su primogénito.
"Don't make waves. I don't like waves" le ha dicho el Oficial al Mayor. Pero las olas crecen como si, al llegar a los riscos, estallaran, logrando un ruido estremecedor. Carlie, al enterarse de lo ocurrido, de nuevo se convierte en madre, una madre convencional que intenta regañar a la hija por su conducta. Pero la chica no se deja: no sólo la rechaza, diciéndole su precio, que entre líneas es el de puta, sino que agrega que la odia. Es ahora cuando Carlie deja momentáneamente una actuación del todo corporal para recargarse en otra, gestual, que completa la extraordinaria actriz que es. En realidad se enfrenta a la adolescente de manera tajante. Le pega una fuerte nalgada y la avienta, pero cuando la otra le cierra la puerta en las narices, Carlie, al volver la cara, es ya otra: sonriente, mimosa, se iluminan sus facciones al ver a la menor que, detrás, ha observado la acción estupefacta, pues no entiende qué ha hecho la hermana. Lo extraordinario es que Jessica Lange abarca, por instantes, múltiples "yos" internos, todos no sólo diferentes sino opuestos. En ella ųpor así decirloų se reparten el papel de madre tres personas: dos de ellas tratan de distinta manera a sus hijas, la otra al marido, quien también es su hijo y no sólo su juguete preferido, altamente sexualizado.
"Don't make waves", y el Mayor ųque pareciera entender la advertenciaų se va a Nevada para asistir, desde su avión, a la operación "Cielo azul". Y aun cuando no se explique por qué en su propio territorio los norteamericanos realizan tales organizaciones nucleares (por mucho que sea una filmación en el desierto), lo peligroso es un "yo acuso" al Gobierno, punta de lanza que se seguirá ensanchando hasta formar dos bandos: el héroe enfrentado a militares insensibles que cometen crímenes en nombre de la Patria. Así las cosas, el Mayor queda prácticamente aislado del otro peligro: me refiero a las olas que levanta Carlie. Nadie como ella para representar a la mujer actual, dueña del mundo y sus valores, que desplaza poco a poco el poderío viril. Su matrimonio es una prueba; su rebeldía, un valor ante la pacata sociedad de un villorrio destartalado y puritano. Los demás tentáculos seguirán emergiendo con la vertiginosidad que marca este segundo tiempo de la cinta.
Porque Carlie ensaya (con un grupo de aficionados) una obra ligera de baudeville, donde canta y baila un tango; en una de sus muchas entradas a un camerino personal ųse halla en un rincón el indispensable espejo que le entrega una imagen que se desviste lenta, complacientemente, ante la redonda geometría de su cuerpoų es sorprendida por el Coronel. Se trata de otra escena erótica de gran magnetismo. Él la toca, ella continúa mirándose como si no lo advirtiera, al tiempo que juega con una pañoleta roja que sube y baja de los labios al pecho. Después se escurre y, parapetada detrás de un biombo, se desviste, no sin que el Coronel la incite con sus velludas manos. La cita que ambos reclaman ocurre esa noche, en la misma casucha situada entre el basurero de las armas de guerra. Pero el destino sigue sus propios pasos: llegan los hijos y los sorprenden en el acto sexual. Las reacciones son diferentes: el muchacho, indignado, se retira por su cuenta, rechazando a la chica como si fuera la culpable de tener una madre puta o, en el menor de los casos, adúltera. Ella, ya con Carlie a solas, la obliga a comunicarse telefónicamente con su padre para confesarle su infidelidad y su alma canallesca. Es aquí cuando un close up pone de manifiesto la actuación gestual ųinigualableų de Jessica Lange. ƑQué ocurre con su cara mientras pide la llamada de larga distancia? Como una niña castigada y culpable, llora a espaldas de la hija, quien atiende con rencor asesino. Pero las intermitencias de la línea no dejan a la conversación desdoblar su propósito: me refiero a la declaración del delito y la posible ruptura de matrimonio. Ahora, convertida en mico, gimotea y se limpia lágrimas y mocos; sin atinar a decir nada coherente, simplemente balbucea que se ha ido con el Coronel, pero el Mayor no la escucha por muchos esfuerzos que hace. Cuelga, un tanto destanteado, y toma el primer avión que lo lleve a su casa. Carlie, como si se hubiera desnucado, siente ųtal vez por vez primeraų el peso del agravio de vivir sin esfuerzo, instintivamente. El pago es alto porque la mujer adulta emerge y suplanta, de golpe, a la niña, pero ignora que su marido está por llegar.
Cumplido el propósito de la llamada, aparece en el teatro como si fuera otra persona: ágil, bella, comprometida únicamente con su cuerpo. En el escenario habrá de bailar un tango entre los desfiguros de los actores compañeros suyos, que representarán paródicas actitudes del mundo latinoamericano. De tal modo la "mirada" gringa hacia lo externo regocijará a un auditorio que todo lo ignora, a excepción del control político que su país ejerce, ya por violencia, ya por una situación ecónomica fuerte ųque va del gigante a los enanosų, ya por intereses comerciales dañinos, ya aislando a Cuba o presionando al Tercer Mundo.
Los actores llevarán a cabo, pues, una farsa en la que Carlie será obviamente el centro, no obstante que sus compañeras (mujeres de militares y por tanto acechantes de las perversiones que Mrs. Marshall representa), chismean a su costa y se divierten mientras sus gallinas estén a salvo de la comadreja. Por eso, cuando ųpoco antesų ha entrado al camerino para la función de "gala", en su derredor se hace un silencio seguido de miradas marmóreas, todas puestas de acuerdo. Pero ella, como siempre, parece no advertir al mundo. Ahora, nuevamente sonámbula, se sienta al lado de su adversaria, Mrs. Dawson, mientras ésta, nerviosa, le echa una arenga de rencor y despecho: gente como Carlie entra y sale para definitivamente perderse en el olvido, dice pintándose los labios. El odio que entre sí tienen las mujeres realza aquí su mejor flanco, como en la más alta literatura narrativa, especialmente la de Galdós.
Pero durante la representación Carlie maravilla al público ųen su mayoría militares, entre los que se encuentra el Coronel Dawsonų, quien, sentado en el lunetario, representa la terquedad que, por serlo, no desmaya en sus intentos, ignorante de que en el juego al final él pierde una doble partida, ya que política y erotismo se presentan como vecinos adversarios. En cuanto al "tango" ųdonde Carlie tiene otra de sus vertiginosas transformacionesų, es un baile personal, inquietante por el vestuario y lo desafiante de su actitud. Lleva una pequeña gorra ladeada, una falda partida hasta el muslo y una larguísima, obscena boquilla entre los labios, que ella chupa o muerde en actitudes hambrientas de deseo. Mira de reojo al público, se recarga después de algunos pasos en un mueble y tuerce las piernas al compás de la música, esperando, como quien dice, al hombre de su vida: un gigoló que sin salir al escenario se halla presente como en los mejores sitios de burlesque de Buenos Aires o el París de los años cincuenta.
La escena, por demás aviesa, se reconcilia entonces con un destino cruel. El Mayor entra sin hacer caso de que está en un teatro y llega directamente hasta la fila donde el Coronel mira obsesivamente a Carlie. Pero el director sabe utilizar sus trucos. Por eso, cuando un hombre de menor rango conmina a otro, con gritos, a salir y arrastrarlo ante su negativa de abandonar su asiento, el espectador que somos piensa que se trata del obvio affair que todos los demás comentan. Sin embargo, ya fuera, le reclama lo del "accidente" de los vaqueros, pues su sentido humanitario no es el que se estila entre los militares. Se hacen de palabras por lo que, furioso (sin advertir que Carlie se halla detrás suyo) golpea en la barbilla al Coronel, que rueda por el suelo al tiempo que el Mayor, en la batalla, avienta a su mujer contra un enorme vidrio que literalmente destroza partes de su cuerpo.
Éste es un clímax que desplaza la cinta a otro mayor, pues ahora se trata del arresto del "marido ideal" que burlonamente Wilde ha reclamado para la más ociosa de todas las esposas. Ella, en el hospital, no deja de pensar en el daño a sus piernas, captadas por la cámara en un esguince original, que la vuelve más atractiva en las profundidades que se avisoran a lo lejos. Una visita del Mayor, seguida ųpor escasos minutosų por otra del Coronel (quien se acompaña con un ramo de flores) nos entrega a una Carlie, doliente, sabedora de su destino.
"No sabes lo que él es para mí", le dice al pseudo-amante en una confesión que nadie espera oír. Entonces sobreviene la propuesta del Coronel, ya que la única manera de salvar al Mayor es declararlo loco para lo cual Carlie debe apoyarlo. Ella cae en el engaño, pero la vileza se descubrirá poco después, cuando al visitarlo en el nosocomio lo encuentra corporal y moralmente deshecho: no habla, no reconoce a su familia; la mirada y los gestos son los de un enfermo mental.
La cinta se despeña al caos: Carlie ųa quien el asunto le duele hasta los huesosų roba un caballo en un sitio cercano a la explosión y visita a los familiares de los vaqueros muertos. Ellos, por ignorancia y por temor, no aceptan ayudarla. Entonces, valiéndose de su temperamento y de una inteligencia que asoma por vez primera, filosa como un as de espadas, se enfrenta con la junta que preside "Cielo azul". Los amenaza con un escándalo (les recuerda que en la armada tiene un padre importante), que con toda rapidez efectúa: rodeada de periodistas y una prensa hambrienta, declara el incidente de los dos muchachos: lo declara como un asesinato, añadiendo la complicidad del Coronel Dawson quien, para acallar a su marido, lo ha declarado insano. Obvias son las consecuencias, aunque un inesperado y tonto final se presente: el "malo" es destituido mientras el héroe sale del nosocomio para integrarse a la familia, que ya incluye al novio de la chica.
Ahora, en la pantalla, la última escena reivindica ųa través de Jessica Langeų el resabido desenlace a la moda del Hollywood de los años cincuenta. Trepada en un cochezón último modelo, hace subir a los otros, quienes se van con ella a la dorada California. Pero lleva un arreglo diferente: con el pelo teñido de negro, alegre y fresca como agua, sonríe de nuevo, reducida a lo que ha sido siempre: una mujer instintiva que, sin mirar al mundo, va en pos de la felicidad, por ilusoria que resulte. Entonces el muchacho le grita que se parece a Elizabeth Taylor, que es igualmente bella, atractiva, original. "That's it", le contesta Carlie alargando el dedo índice en cómica señal de asentimiento. La cintatermina en farsa, habiendo pasado por una alarmante tragicomedia que sólo Jessica Lange, con su cuello de cisne, abarca sin llegar a torcérselo.