MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Salmos
Mi abuela se llamaba Catalina. Me heredó su rosario de concha, su misal y el libro en que aprendió a leer a los cincuenta y cuatro años de edad: la Biblia. La conservo con su forro de plástico y con las trencitas de hilo seda que mi benefactora tejió para señalar los capítulos que alcanzó a conocer. Por eso para mí el Génesis será siempre azul, el Exodo morado, el Levítico verde, los Salmos rojos, y los Proverbios amarillos.
Esas claves lustrosas le servían a mi abuela Catalina para localizar con facilidad el párrafo elegido por ella para leérnoslo en voz alta después de las comidas dominicales. La práctica le reportaba una doble satisfacción: percibir nuestro deslumbramiento ante sus progresos en el extemporáneo aprendizaje de la lectura y defender frente al abuelo Fabián su derecho a seguir rebelándose contra la muerte de su primer nieto varón: Alfonsito falleció a las pocas semanas de nacido.
Más allá de esos dos objetivos, comprendo que mi abuela leía en voz alta por el recién adquirido gusto de escucharse. Prolongaba la sensación convirtiendo los puntos aparte en larguísimas pausas que nosotros aprovechábamos para renovarnos en la silla, servirnos más café y despabilarnos.
En aquellos compases de silencio el único autorizado para hablar era el abuelo Fabián: ``¿Creen ustedes que estemos haciendo bien?'' La pregunta concentraba sus temores. Aun cuando el padre Rosas le había confirmado varias veces que la lectura de la Biblia ya no era vista como una transgresión, mi abuelo seguía considerando nuestra práctica dominical como un atrevimiento que tarde o temprano iba a ser castigado por Dios.
Indiferente a la inquietud de su marido, mi abuela concluía muy satisfecha su lectura y siempre con la expresión de una niña que, después de una prueba, espera el veredicto de sus profesores. Los elogios que le dispensábamos a mamá grande eran sinceros y más que justos; la halagaban, pero menos que haber demostrado una vez más que en ninguna parte del texto había siquiera una palabra que la obligara a compartir la docilidad con que mi abuelo aceptó la muerte de su primer nieto varón. Se los dio mi hermano Alfonso.
Ponchito murió a las pocas semanas de nacido. Mal de cuna, dijo el médico; ``maldición, injusticia, crueldad'', gritó mi abuela Catalina mientras que papá Fabián --siempre temeroso de la divinidad y de que la más leve protesta fuese interpretada como blasfemia-- procuró tranquilizarla ordenándole: ``No hables así. Piensa que fue la voluntad de Dios''.
Nunca olvidaré la expresión de mi abuela cuando preguntó: ``¿Cómo lo sabes? ¡Dímelo!''; al no obtener respuesta gritó más fuerte: ``¡Contéstame! ¿Por qué Dios le da la vida a un niño y luego se la quita?'' Mi abuelito inclinó la cabeza: ``El Señor siempre tiene sus razones. Por algún motivo que no comprendemos, hasta las hojas de los árboles se mueven porque así lo dispone El. Todo lo que sucede en el mundo esta escrito''. ``¿Dónde?'' ``En muchas partes, pero sobre todo en la Biblia'', respondió papá Fabián sin reflexionar, sin conocer el libro y sin imaginarse las consecuencias de su afirmación.
Todos permanecimos callados, vigilando la quietud de mi abuela. Ella no sabía leer y esto la colocaba, sobre todo en aquellos momentos, en una situación de completa dependencia frente a su marido: ``¿En la Biblia dice por qué Dios ordenó la muerte de mi nietecito?'' Mi abuelo fue mucho más cauto y sincero en su respuesta: ``No lo sé. Nunca la he leído, porque a mí, desde niño, me enseñaron que ese libro sólo deben conocerlo quienes sean sacerdotes. Si no me crees, ve y pregúntaselo al padre Rosas''.
Mi abuela no quiso esperar y me pidió que la acompañara a la iglesia de San Cosme. Allí, al confesor de la familia le hizo una aclaración: ``Antes sí estaba prohibida la lectura de la Biblia, pero hoy puede hacerla toda persona que quiera acercarse a la palabra de Dios''. La expresión triunfal de mi abuela se pulverizó cuando, después de sugerirle a papá Fabián que comprara una Biblia para leérsela, él le respondió escandalizado: ``¡Estás loca!'' Aquel rechazo brutal que le causó resentimiento a mi abuela sirvió también para vencer su resistencia y hasta para decidir cómo iban a ser nuestros domingos en el futuro más próximo.
Mucho antes de que naciera mi sobrino Alfonso y de que mi abuela experimentara la necesidad de acercarse a la Biblia, una vecina, Julia Avendaño, puso un letrero en la ventana de su casa: ``Aprende a leer y a escribir. Clases gratis''.
Sobre todo cuando mi abuela cometía algún error derivado de su ignorancia, papá Fabián le recomendaba que fuera a la casa de doña Julia. ``¿A mi edad? ¡Pero si ya no tardo en morirme! Además, para lo que yo necesito, con que tú sepas leer y escribir es más que suficiente.'' De algún modo, así fue, hasta el día en que mi abuelo se negó a leerle la Biblia.
La tarde siguiente, cuando regresé de la escuela, mi abuelita me preguntó si de casualidad me sobraban un cuaderno y un lápiz. Se los di sin imaginarme su propósito de asistir a las clases de alfabetización. Se prolongaron ocho meses. Cuando terminó el curso y lo celebramos, doña Julia nos contó lo sucedido la primera vez que mi abuela tocó a su puerta: ``Ni me saludó. Nada más me dijo su edad y me preguntó cuánto tiempo iba a tomarle aprenderse las letras. Le dije que eso dependería sobre todo de su constancia. Entonces prometió asistir diario. Quise saber el motivo de su urgencia y me contestó que necesitaba leer la Biblia''.
Ante los invitados a la fiesta mi abuela recordó otra vez, entre lágrimas, la muerte inexplicable de Alfonsito. Papá Fabián, temeroso de oír frases que consideraba blasfemias, la interrumpió: ``No hables más de eso. Pasó hace mucho tiempo y, aunque hubiera sucedido ayer, nada ganarías con seguir lamentándolo. Confórmate, hazme caso: fue la voluntad de Dios''.
Todos imaginamos que aquellas palabras iban a desatar una discusión semejante a las que habíamos presenciado otras veces en circunstancias parecidas. No fue así. Sonriente, muy serena, la abuela replicó: ``No sé de dónde sacas esas ideas. Hasta ahorita, en lo que llevo leído, no he visto pruebas de que Dios nuestro Señor haya ordenado la muerte de mi nietecito''.
El abuelo, perdida de tiempo atrás la ventaja que le había dado ante su mujer el exclusivo conocimiento de las letras, quiso evitarse otra merma de autoridad ante la familia y, sin proponérselo, sin imaginarlo tal vez, hizo un comentario muy cruel: ``Todavía te faltan muchas hojas. Tú espérate, y entonces me dirás...''
Mi abuela Catalina no vivió lo suficiente para conocer el texto completo de la Biblia. Una trencita de hilo rojo indica la página donde la muerte interrumpió su lectura de los Salmos; un punto del mismo color marca el renglón que dice: ``Todo hombre es mentiroso''.