Los Estados nacionales tienden a convertirse en filtros adaptadores de las reglas del mercado mundial y del nuevo sistema de las relaciones de poder. Esta es una de las manifestaciones más claras del actual proceso de internacionalización de la economía al que se conoce como la era global. Mientras más débil es la posición de un país en términos de su economía y de su gobierno, más evidente se hace su función de filtro.
Por más de una década las distintas administraciones en el gobierno han buscado afanosamente replantear las condiciones de participación de la economía mexicana en los mercados mundiales. Ha habido un amplio proceso de apertura comercial y financiera y una redefinición de las reglas de funcionamiento interno. Lo menos que puede decirse de este asunto es que todavía es sumamente controvertido, con repercusiones muy desiguales entre los sectores productivos y los grupos de la población, e ineficaz para aumentar la solvencia y fortaleza económica y política de la nación.
Hoy tenemos dos expresiones fehacientes de los efectos que provocan las condiciones externas sobre la evolución del país. Primero, persiste la dependencia de los capitales externos para financiar las actividades económicas y mantener una precaria estabilidad en los mercados. Los desequilibrios estructurales de esta economía no han sido superados, y la recuperación del más reciente episodio de crisis es desigual y mantiene su esencia esquizofrénica, expresada en el falso dilema de los éxitos macroeconómicos y el rezago a escala de las familias y de la mayoría de las empresas.
Por otro lado está el zarandeo político generado por el asunto de la certificación en la lucha contra el narcotráfico que otorga el gobierno de Estados Unidos. La postura del Congreso de ese país muestra una gran desavenencia con el gobierno de México, cuestión que es más relevante que la posible y poco probable decisión de imponerle sanciones. La forma en que se ha desarrollado este conflicto indica que los intereses en la relación bilateral con México tienen un carácter distinto a los que existen con otros países, como puede ser el caso de Colombia. En todo caso, la situación pone al descubierto a esta sociedad y a sus estructuras políticas, principalmente porque nadie puede negar el sustento de los cuestionamientos alzados contra el modo de operación de este sistema.
En ambos casos, el económico y el del narcotráfico, que se concentran en las relaciones con Estados Unidos, el gobierno mexicano se ha fijado un tipo de conducta pragmático. Pero esta estrategia ha tendido a reducir sus márgenes de acción y la posibilidad de hacerlo que le corresponde por naturaleza, es decir, actuar políticamente. En este sentido el Estado se ha convertido cada vez más en un filtro adaptador y ha reducido con ello su efectividad para definir primero y defender después los intereses nacionales. El pragmatismo es una norma efectiva cuando se tienen recursos para actuar, es decir, para ejercerlo, pues de lo contrario se convierte en una forma de inmovilismo.
Este callejón del inmovilismo está hoy frente al gobierno y especialmente frente a su política exterior, y ello se aprecia en el hecho que se ha declarado que habría una respuesta a las acciones legislativas del Congreso de Washington cuando éstas se concreten, pero no hay una indicación acerca de cuáles podrían ser las reacciones oficiales y, la verdad, es difícil imaginarlas. La cuestión orilla a pensar que no existe en la cancillería una política definida para encarar las relaciones económicas y políticas con Estados Unidos, que nuestra embajada allá no cumple una función eficaz, que el gobierno no cuenta con un esquema de cabildeo permanente y con capacidad de anticipación a los acontecimientos, y que el pragmatismo es esencialmente reactivo, lo que le resta efectividad política. La condición de filtro adaptador en la que ha caído el Estado representa elevados costos para esta sociedad y hay una exigencia por abrir espacios de acción que aumenten la capacidad de autodeterminación en nuestra sociedad.