Enrique Calderón A.
Detengamos el racismo

Tan antiguo como la historia, o quizás más viejo aún, el racismo constituye una de las más graves enfermedades de nuestra especie, llegando a conformar en sus estados avanzados una forma de locura colectiva que conlleva fácilmente a la autodestrucción de grupos sociales y aún de naciones enteras.

Experiencias recientes de esta perversión y sus consecuencias son los casos de Palestina y Bosnia. Sobre esta última vi en días pasados una película excelente llamada Antes de la lluvia, que constituye una lección de cómo se puede llegar a una guerra circular en la que todos pelean y odian sin saber por qué, pero también sin interés alguno por conocer las causas de ello.

Sin pretender analizar las diferentes formas, orígenes y explicaciones del racismo, es posible afirmar que éste se da con tanta o más intensidad en las naciones ``avanzadas'' que en las primitivas, y que sus agentes promotores distan de ser gente poco preparada; el caso del racismo alemán, alimentado y propagado hasta el extremo que costó la vida a seis millones de personas, sin más razón que el ser identificadas como judías, nos debiera dar una idea de hasta dónde puede llegar la irracionalidad del racismo, incluso en países supuestamente sanos y cultos.

Igualmente cercano y conocido para nosotros es el racismo practicado en el sur de Estados Unidos contra los negros y otros grupos latinoamericanos (incluidos nosotros), considerados como subespecies o razas inferiores a partir de dogmas y prejuicios que no por irracionales pueden ser menospreciados.

En el caso de México el racismo contra los indígenas ha estado presente por siglos, atenuado en tiempos mejores y contrarrestado por líderes sociales y religiosos de vida ejemplar como Bartolomé de las Casas, Vasco de Quiroga, Miguel Hidalgo, Lázaro Cárdenas y seguramente muchos más, pero exacerbado en tiempos de crisis y de malos gobiernos (como el presente) que por comisión, omisión, o las dos cosas al mismo tiempo, lo alientan y protegen.

Tal vez muchos hombres y mujeres de nuestra sociedad, progresistas y bien intencionados, deben pensar que México está muy lejos de ser Bosnia, la Alemania nazi o el Ku Kux Klan, y que esos tipos de locura son imposibles de pensarse en nuestro país. Desafortunadamente esto es falso; algunos indicios recientes resultan por demás preocupantes. Nadie pensó que la Yugoslavia de Tito, país de origen helénico, de agricultores, religiosos y artistas, viviría pronto la pesadilla que hoy constituye su cotidianeidad. Del mismo modo, la irracionalidad de los nazis es recordada como un fenómeno accidental e inexplicable, cuando se trataba más bien de un proceso sistemático, en el que se infundía odio y temor, justificando las acciones fascistas como actos pacíficos y necesarios contra un peligro latente.

Cuando en días pasados escuché al señor Burgoa Orihuela hablar de posibles sacrificios humanos por parte de los indígenas y recordé que ese señor es nada más y nada menos que uno de los asesores del Presidente en cuestiones legislativas e indígenas, mi indignación se transformó rápidamente en preocupación y sensación de peligro, porque no es un hecho aislado sino parte de un discurso que se viene repitiendo con diversas modalidades, especialmente a partir del levantamiento zapatista.

Aunque mis oportunidades para viajar a Chiapas han sido limitadas, he tenido oportunidad de hablar con algunos funcionarios del gobierno chiapaneco; su racismo a flor de piel me ha parecido preocupante en la mayor parte de los casos.

El montaje más reciente de ese gobierno: la fabricación de una emboscada en que dos supuestos policías fueron asesinados (curiosamente sin que se conozcan sus nombres y sin cubrir siquiera las apariencias de un funeral) es un hecho más de esta conspiración orientada a fomentar el temor y el odio; el lenguaje oficial de desalojo pacífico y policías desarmados ha tenido como única respuesta posible el descrédito y la identificación con otros de sus procederes grotescos. Sin embargo, esta maquinaria perversa está en marcha y sus efectos pueden ser impredecibles. La única forma de detener el proceso hoy es la movilización de la sociedad civil; de otro modo estaremos viendo en el futuro la llegada de una fuerza internacional de paz, que vendrá a buscar la solución de un conflicto que los mexicanos, y muy especialmente su gobierno, no pueden o no quieren resolver; pero el número de muertes en tal eventualidad no será pequeño.