La Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó ayer una resolución en el sentido de abrir un compás de espera de tres meses antes de descertificar los esfuerzos mexicanos en materia de lucha antinarcóticos. En ese plazo, los legisladores del país vecino esperan que México ceda a sus presiones y acepte condiciones que son absolutamente inadmisibles para su autodeterminación, su integridad territorial y su independencia, como lo señalaron ayer mismo desde Japón el presidente Ernesto Zedillo y el canciller José Angel Gurría.
Un órgano legislativo extranjero ha formulado un ultimátum ofensivo e intervencionista contra nuestra nación, el cual no tiene ningún margen constitucional, legal, político o moral para otorgar las concesiones demandadas en la resolución de la cámara baja estadunidense, no sólo porque los términos que pretende imponernos son en sí inaceptables sino porque, en la presente circunstancia, cualquier negociación bilateral en esta materia implicaría hacer pasar a México bajo las horcas caudinas de la certificación y ello sería tanto como renunciar a la vigencia de la soberanía y la dignidad nacionales.
En aras de mantener estos valores, así como la unidad nacional, el gobierno mexicano habrá de abstenerse de emprender o aprobar, en los meses venideros, nuevas iniciativas en el ámbito de la cooperación bilateral contra el narcotráfico, en tanto que el país en su conjunto debe poner en cuestión y a debate las ventajas y desventajas de esta colaboración, con la consideración de que ella ha dado pie a toda clase de actitudes prepotentes, ofensivas e injerencistas por parte de los vecinos del norte.
Ciertamente, el escenario deseable para llevar a cabo esta lucha es el de una coordinación multinacional eficaz y respetuosa. Pero, toda vez que la clase política de Washington se empeña en destruir este necesario clima de entendimiento y respeto, acaso a México no le quede otro camino que el de prescindir de un aliado tan conflictivo y abusivo y seguir librando esta guerra solo y por su propia cuenta. El país no tiene porqué someter a la aprobación ajena su propia determinación y su propia convicción contra el tráfico de enervantes y la drogadicción.
Con todo, en los debates legislativos que han tenido lugar y que siguen realizándose en Washington en torno a la certificación o la descertificación de nuestro país, cabe destacar un hecho positivo que contrasta con el alud de insultos y actos injuriosos ocurridos en dicho proceso: aunque en forma aún incipiente y claramente minoritaria, empieza a abrirse paso entre la clase política estadunidense cierta conciencia sobre los injustos y desiguales términos en los que ha venido librándose la guerra contra las drogas en el ámbito continental y sobre el papel central de su propio país como generador del problema. Legisladores como Tom Lantos, Jim Kolbe, Joe Barton, Wayne Gilchrest, Xavier Becerra y Silvestre Reyes, e incluso el propio Newt Gingrich, señalaron, en distintos tonos y cada uno a su manera, que el mecanismo de la certificación es, además de contraproducente, ofensivo para otros Estados; que las naciones latinoamericanas --entre ellas México-- han pagado una muy alta cuota de sangre y violencia para combatir el narcotráfico, y que la única forma posible de erradicarlo es eliminar la demanda de drogas en la propia sociedad estadunidense.
Cuando estas consideraciones sean compartidas por la mayoría de los políticos y funcionarios del país vecino, y sólo entonces, será posible acabar de raíz, y en forma concertada entre los gobiernos, con los flagelos del narcotráfico y la drogadicción en gran escala. Por ahora, a México le corresponde seguir aplicando con empeño sus propias leyes en la materia y rechazar de manera terminante cualquier intento extranjero de imponer condiciones.