A lo largo de una aventura plástica de cerca de 20 años, José Castro Leñero ha experimentado con una variedad notable de modos de hacer. Lo sorprendente es quizá que en ese discurso cambiante puede sin embargo advertirse una continuidad, una cadencia propia, una indudable hermandad entre los diversos objetos que salen de su cabeza y de sus manos. Para mí, tengo que es su empeño y su compromiso con la imagen lo que está en la base de ese resultado.
Transitando por diversos caminos, José Castro ha sido proclive a usar a menudo para su trabajo, como punto de partida, la imagen fotográfica recogida generalmente por él mismo. Su entrenamiento en el diseño gráfico quizá no sea ajeno a ello. Se trata de una imagen trasladada a otros soportes que los propios de la foto, reciclada a partir de variadas técnicas, que pueden ir de la serigrafía al pastel, al temple o al óleo. Pero se ha tratado de un punto de arranque. La imagen ``mecánica'' empieza a trasformarse. En ocasiones está apenas retrabajada o intervenida, sin embargo ya se ha trasmutado en un objeto diferente; en otras está herida, redimensionada, trastocada.
Ese realismo de base hacía a menudo ver su obra bajo el concepto de una suerte de hiperrealismo. Que estaba no obstante contradicho por la presencia de elementos manuales, a veces francamente gestuales, tomados de fuentes plásticas diversas. Establece así un nuevo espacio de acción en la superficie de la obra.
Su exposición en el Museo de Arte Moderno permitió apreciar la dimensión de un artista de muy amplios recursos pictóricos y conceptuales. El concepto en su quehacer artístico le resulta eminente, pero no se desliga de la forma, sino en tanto se concreta en un objeto real que, como tal, depende también de la calidad artesanal o manual del hacedor.
Ahora, en su exposición de la Galería Oscar Román, asistimos a una nueva vuelta de tuerca. Tal vez ésta provenga, en esa coherencia que encuentro en el camino de su obra, de ciertos modos ya ensayados en la exposición del MAM. Pienso, por ejemplo, en una pieza central de aquella muestra, el gran retablo que aglutinaba en recuadros ortogonales tanto imágenes del pasado retenidas fragmentariamente --y releídas en ese sentido-- como fotos retrabajadas y trazos entre arrebatados y caligráficos.
Su exposición actual Fragmentos tiene muy otro sentido. Predominan en ella piezas que establecen campos con esquemas básicos repetitivos que cubren la superficie. Esos esquemas, muy variados de obra a obra, y aun en cada una a veces con muy amplia diversidad, pueden estar distribuidos en estructuras ortogonales (series verticales u horizontales); en otras se acomodan de maneras menos rígidas o bien sólo levemente afectan ritmos. Sus contenidos pueden ser repetitivos (pero siempre con variantes en cada fragmento) o establecer diversidades en el conjunto (y Conjunto es, no por azar, un título de dos obras). Incluso puede haber cuadros en donde una retícula está como superpuesta a una figura previa (Figura fragmentada), o en donde los ``trozos'' de imágenes anteriores se semiacomodan en un cierto orden.
La repetición serial de una imagen con variantes tiene antecedentes en las últimas décadas. Pero aquí se trata de campos seudoseriados que ponen a prueba, en su gran variedad y, diría yo, libertad, la percepción del espectador. Un campo donde se juega ambiguamente a la unidad y a la dispersión, al sentido y al sinsentido. ``Desconstrucción'' sería una buena palabra si no se hubiera desgastado tan pronto. Y si no se tratara, en este caso, también de una reconstrucción.
Pero no hay que olvidar la otra apuesta de José Castro Leñero que se centra en la calidad objetual de la superficie a la que él se aplica. Sin la calidad del espacio pictórico que alcanza, quizá lo demás podría ser lo de menos.