En 1988, rumbo al teatro regiomontano en que recibiría un homenaje que comprendía una escenificación de esta obra, Sergio Magaña hizo una de esas lúcidas observaciones que en él eran frecuentes: ``Si mi obra es todavía vigente, pobre de mi país''. Su estreno en 1952 había estado lleno de significados, no sólo porque representó el descubrimiento de un nuevo talento, sino porque supuso el inicio cabal del teatro urbano, aunque ya Usigli tenía su consolidada obra de crítica a la clase media y a pesar de que ya antes se había estrenado El cuadrante de la soledad de José Revueltas, de breve vida escénica y que, al igual que Los signos del zodiaco intentó ser un gran fresco de la vida en un sector de la capital. A diferencia de Carballido que en Rosalba y los llaveros dirigió una irónica mirada, ya citadina, a los modos de provincia, Magaña mira a ésta desde la capital como un reducto de pureza, un escape de la miseria moral al que sólo podrán regresar --o ir-- algunos.
Los signos... se ubica en plena guerra mundial, en el conservador sexenio avilacamachista, momento en que la incipiente industria propicia mayores migraciones hacia la urbe, dando lugar a hacinamientos y mil penurias por una inusitada devaluación y consiguiente carestía; es estrenada --y tal vez escrita-- en el periodo desarrollista de Miguel Alemán. Es, por lo tanto, una obra política aunque Pedro Rojo nunca haga explícita su militancia partidista (sin la cual serían inexplicables las redes de conocidos que le permiten ayudar a otros). Es, también, la primera vez que aparece un personaje homosexual en nuestro teatro y en que se escuchen términos de gran rudeza, lo que no dejó de escandalizar a algunos. A casi 50 años de distancia, podríamos decir con Sergio: ``pobre de mi país'', porque las condiciones para la pobre gente no han hecho sino empeorar, a pesar de que el simbólico Pedro Rojo se ha multiplicado en muchas rebeldías urbanas.
También se descubren muchos de los modos dramatúrgicos de la época que hoy han sido superados, como la tendencia melodramática, las efectistas ``frases de telón'', los personajes unidimensionales. Germán Castillo lima un tanto el texto, lo reduce a dos actos, suaviza los telones y elimina a algunos personajes. Pero, sobre todo, busca en el estilo expresionista la superación de lo que hoy quizás se vería avejentado en un montaje costumbrista. Desconcertante, su escenificación tiene, empero sustento en algunos rasgos de la obra: el espacio sin escape del que la vecindad es metáfora, las elipses en el seguimiento de las diferentes historias, la misma unidimensionalidad de los personajes que se convierten en símbolos.
El expresionismo del montaje se establece en varias vías. El negro y blanco (y la luz roja del farol que ilumina al final a María), los maquillajes, la reducción del licenciado Manuel Ciro Palma en manos del dueño de la vecindad --aquí convertida doña Francisca Betancourt en don Francisco-- y el simbolismo interno que podría entrañar el que la misma actriz represente a Eloína y a La Mecatona. También en los movimientos de las vecinas en los lavaderos --coreografiados por Marco Antonio Silva-- y en las ``ráfagas'' de celebrantes en la fiesta de Navidad final. La escueta escenografía del propio Germán Castillo sirve a su propósito, que tiene un nítido elemento de simbolismo en la muy obviamente falsa peluca rubia de Sofía, desencadenadora de la acción final, que aquí rehuye el granguiñolismo del texto de Magaña, lo que ignoro si lo favorece porque pierde mucho de su fuerza original.
En contraste con el estilo general de la escenificación, las actuaciones de los personajes principales son muy realistas, quizás para dejar intactas a las creaturas de Sergio, a lo mejor para no profundizar en el difícil estilo que se hubiera antojado paródico. Se deben subrayar --a pesar de la discreción de Manuel Sevilla como Pedro Rojo-- las actuaciones femeninas, de las que destacan Marta Aura como Ana Romana y Marta Verduzco como Lola Casarín, Leticia Huijara como María Welter, Pilar Boliver como Polita y Laura Aréchiga somo Sofía.
Es posible que a pesar del desconcierto que nos produjo --sobre todo a quienes vimos su lejano estreno-- este montaje de Los signos del zodiaco, resulte un buen homenaje póstumo al entrañable Sergio por parte de quien lo admiró siempre: al demostrar que se le puede dar una vuelta estilística, lo ha convertido en un clásico de la especie a la que se pueden lanzar multiplicidad de miradas.