La Jornada miércoles 12 de marzo de 1997

Carlos Monsiváis
Diez y va un siglo

A la memoria de Francisco Galván,
Marco Osorio y Víctor Manuel Parra

A diez años de iniciada la Semana Cultural Lésbico-Gay es conveniente examinar algunos de sus resultados más notorios, desde la perspectiva de la sociedad civil. El logro primero y más significativo es la continuidad misma de la Semana, su persistencia en medios adversos. Tal continuidad, en verdad ejemplar, nos acerca a las ventajas de la tolerancia que surge del entendimiento, que remplaza a las concesiones bajo presión. ¿Cómo se llega a la aceptación paulatina de opciones sexuales heterodoxas pero legales? En el proceso complejo que explica el tránsito de lo marginal a lo diverso (la marginalidad continúa, pero ya no es el único componente), lo fundamental es la persistencia de las conductas proscritas y satanizadas. Las quemas de sométicos por la Inquisición, las excomuniones, el oprobio social, los estigmas del ghetto, los hostigamientos laborales, las burlas, las golpizas, los linchamientos morales y físicos, no han evitado ni discriminado el número de quienes ejercen sus derechos en los espacios alternativos. Con tradiciones débiles o inexistentes, en medios reprimidos interna y externamente, las minorías se han acreditado por su mera continuidad, mientras se pulverizan los prejuicios seudocientíficos y la tradición (lo que otros hicieron y prejuzgaron) es el único elemento del dogma.

A la persistencia, se añade en las últimas décadas un impulso internacional con representación significativa en México. En contra de la homofobia, y en pro de la normalización de la conducta homosexual, se robustece y se amplía un movimiento cultural que es suma de creaciones, reflexiones y actitudes. Allí confluyen grupos de liberación gay y de activistas contra el sida, narradores, poetas, dramaturgos, artistas plásticos, coreógrafos, bailarines, actores, musicos, cantantes, periodistas, en su mayoría gay pero no exclusivamente. La globalización influye aquí en sentido positivo, y un triunfo legal en Estados Unidos, Inglaterra, Holanda o España, repercute tanto como la emergencia de las luchas por alcanzar visibilidad en Argentina, Venezuela, Perú, Colombia o México.

Hace diez años, una Semana Cultural Lésbico-Gay parecía, en el mejor de los casos, una excentricidad, y en el peor una incitación al escándalo con prohibiciones al calce. Paulatinamente, y con resonancia que trasciende a las Marchas de la Dignidad, aún detenidas en la frontera entre las reivindicaciones y el pintoresquismo, la Semana Cultural se ha institucionalizado como ámbito de libertades expresivas, que de la ciudad de México se extienden al resto del país. No elogio aquí centralismo alguno, sino lo comprobable: por costumbre y peso demográfico la capital de la República Mexicana admite con relativa facilidad lo que en otras ciudades todavía es anatema. Sin embargo, aun siendo tan enconada la resistencia fundamentalista, si el tiempo de una idea ha llegado no hay modo de contenerla, como lo ratifica la persistencia de la Semana Cultural Lésbico-Gay en Veracruz, combatida con ferocidad y calumnias por el Partido Acción Nacional, y defendida con inteligencia y razones por el Instituto Veracruzano de Cultura, que alega lo básico: el ejercicio sencillo y directo de los derechos constitucionales.

La Semana Cultural Lésbico-Gay ha dispuesto de apoyos y reconocimientos generosos, entre ellos y desde el inicio, los de Difusión Cultural de la UNAM y del Museo del Chopo, y ahora del Fonca y de numerosas publicaciones que, al considerar auspiciable o noticiosa una Semana Cultural de esta índole, defienden el pleno derecho a existir de lo antes inmencionable, agregándole a la sociedad elementos de gran valor o, por lo menos, de necesaria diversificación. Por supuesto la Semana Cultural es parte de un continuum internacional de películas, videos, libros, obras de teatro, ballets, campañas de Organizaciones No Gubernamentales, movilizaciones politicas, heroísmos individuales. Todo cabe: desde La Cage Aux Folles y Birdeage a las fotografías de Robert Mapplethorpe y Peter Hujar, de los filmes de Derek Jarman y Cyril Collard a las piezas de Copi y Larry Kramer, de los relatos autobiográficos de los cubanos Reynaldo Arenas y Severo Sarduy a los textos del mexicano Joaquín Hurtado; de las instalaciones de los Cien Artistas contra el Sida, al activismo de Act-Up, de los ensayos de Edmund White a los relatos de Guy Hoequenhem, de la obra de Keith Haring a los miles de fotos, películas, videos, ballets, testimonios, relatos, esculturas, obras de teatro, instalaciones, donde la experiencia gay emerge, alegato reiterativo y multiplicidad de propuestas estéticas.

¿En qué se traduce esta ``aparición del subsuelo'' sexual tan auspiciada por las divulgaciones científicas y la densidad informativa? Desde los ochenta, México se enfrenta al hecho irrefutable de su pluralidad, y el tránsito del país falsamente homogéneo al dificultosamente heterogéneo, obliga a grandes ajustes culturales. En la excelente película Jeffrey, indagación melancólica y jovial sobre el amor en los tiempos del sida, una pareja gay se besa, y en la secuencia siguiente, en un cine donde se proyecta la película, dos parejas heterosexuales expresan su asco. En muchos lados así ocurre obviamente, pero no por eso la película deja de exhibirse, y esto también pasa en México, donde el aumento de la tolerancia no se mide por la mayoría que públicamente rechaza lo gay, sino por la minoría creciente que acepta con traquilidad su existencia. Por eso, como quiera verse, ya no se puede hablar de pluralidad sin incluir a lo gay, y a esta novedad histórica se acoge cientos de miles de existencias, todavía sujetas al prejuicio, pero poseedoras de certezas legales y culturales.

El término clave en este proceso es tolerancia. En otra época, a uno de los personajes de El libro blanco lo destruye una sensación: es insoportable ser tolerado, pero cuando Jean Cocteau escribe su magnífico texto, por tolerancia se entiende la indiferencia asqueada ante lo inadmisible y, pese a todo, existente. A fines de este siglo, y en la práctica, tolerancia es el reconocimiento de los derechos de los otros, así de simple, algo abominable para los sectores que derivan su poder de la representación del fundamentalismo. ¡Ah, el deseo reaccionario de volver a las épocas que nunca existieron¡ Hoy, promover la tolerancia es aceptar el enriquecimiento personal y colectivo que la diversidad aporta. En este contexto, nada más patético que esas mantas en marchas gays contra la tolerancia; nada más oportuno que avivar la comprensión del nuevo sentido del término.

En los años recientes de la vida mexicana, son tres los fenómenos que afectan en mayor medida a las minorías gay: el avance y la aceptación de las libertades de las minorías, la ofensiva de la homofobia y, trágicamente, la pandemia del sida, que aún devasta a la comunidad gay. Lo último es, desde luego, irreparable, al destruir tantas vidas valiosas y solidificar en algunos sectores la homofoia, entendida como ``el justo exterminio de los pervertidos''. Pero también, y por lo pronto en la ciudad de México, la plaga erradica el miedo a lo inmencionable. Como ninguna otra epidemia en la historia, el sida, en medio del paisaje de humillaciones corporales y miedos aniquiladores reivindica el valor, la lucidez, el coraje, el humanismo de centenares de miles en el mundo, y convierte a la tolerancia en demanda no sólo de enfermos y sero-positivos, sino de sus familiares, amigos, compañeros de trabajo. Ahora, una conducta bárbara frente al sida es seguir considerándolo ``castigo de Dios'' a nombre de una doctrina ``eterna'' (el ejemplo típico: el nuncio papal monseñor Girolamo Prigione), como es irracional y monstruoso oponerse a las medidas preventivas (esa cacería de condones en los circuitos de la derecha) hostigar a los seropositivos y enfermos, clamar por la disminución del presupuesto de Conasida. A lo largo de diez Semanas Culturales, el sida ha sido tema y obsesión recurrentes, entre la desaparición de un elevado número de artistas y activistas. En el nivel más profundo, esta celebración de una década es homenaje a su memoria.

Un logro cultural de la lucha de las minorías es la introducción en el vocabulario de los sectores ilustrados y medio informativos de algunos términos, muy señaladamente homofobia, que señala el odio irracional, sistemático y violento a los homosexuales. No es asunto de antipatía o de incomprensión, fenómenos ancestrales que tardarán en disiparse, por depender de temores profundos y de nociones arraigadísimas, sino de violaciones a los derechos humanos y agresiones penalizables. Es todavía inevitable, en ámbitos del atraso, ver en los gays a elementos ``contranatura''; son por entero evitables las atrocidades del prejuicio, la indiferencia ante la pandemia que ``es asunto de los pervertidos'' (o de los ``joteretes'', como folclóricamente declaró en su campaña presidencial Diego Fernández de Cevallos), la furia medieval de los ayuntamientos panistas. Si las opiniones de siglos no se deshacen en una generación, los atentados a los derechos humanos y civiles sí pueden disminuir cuantiosamente.

La introducción de vocablos específicos es parte de una apertura social marcada por mínimas (máximas) certezas. Una de ellas: las predilecciones sexuales son el espacio de desenvolvimiento de creaciones culturales de importancia. Si el arte, en lo básico, no se determina por las inclinaciones sexuales, sí acepta encauzamientos temáticos, como lo ratifica el ámbito de la cultura lésbico-gay, con sus celebraciones corporales, sus cuestionamientos de la rigidez tradicionalista, su transgresión (legal) de la norma. Esto desemboca en el tema hoy inevitable: las identidades. ¿Cuál es y en dónde radica la identidad lésbico-gay que la Semana Cultural promueve? Por las pruebas (las exposiciones, los debates, los conciertos, los recitales de danza y de poesía, las obras de teatro, las lecturas de relatos), el punto de partida de esta identidad no es una ``esencia'' sino la necesidad de ejercer libremente conductas y festejos. (No en balde se reivindica lo gay). Se trata de otra de las ``comunidades imaginarias'' magistralmente descritas por Benedict Anderson, a las que se pertenece por instantes y por afiliaciones imaginativas. Por eso, la comunidad, que demanda tolerancia (reconocimiento y práctica de los derechos), es a un imaginaria, en el sentido de carente de institucionalidad, representación segura y ubicación precisa, y categóricamente real gracias a un hecho sencillo: el comportamiento, y las prácticas culurales desprendidas de ese comportamiento, de centenares de miles de personas. Así la Semana Cultural agrupa a un porcentaje mínimo del conjunto, constituye para la sociedad civil una garantía notoria del modo en que los espacios alternativos contribuyen a la diversidad y a la vida democrática de México. Lo que desplaza a los prejuicios es la influencia de los juicios de la razón.

* Ensayo del autor que da título al libro conmemorativo de los diez años de la Semana Cultural Lésbico-Gay.