Pronto será tiempo de recordar con nostalgia los modestos sobornos al policía del crucero y otros rasgos pintorescos de nuestras entrañables corrupciones nacionales, ésas que parecían nacer de las idiosincrasias y de la identidad. El establecimiento de redes financieras y comerciales que cubren el planeta y la obsesiva desregulación emprendida por la mayoría de los gobiernos desde el principio de la década pasada han hecho posible el desarrollo de una corrupción multinacional, globalizada y yuppie, orientada por consideraciones estratégicas y experta en los manejos del paraíso fiscal y del módem.
En las investigaciones de malos manejos financieros, de episodios criminales, de irregularidades en el financiamiento de partidos políticos, de organizaciones de la droga --es decir, en esa punta del iceberg de la corrupción mundial-- aparecen, cada vez con mayor frecuencia, maniobras y complicidades de rango internacional. Es cada vez más raro que las arborescencias de los desfalcos y los desvíos respeten las fronteras nacionales de los países donde se originan. Y cuando ocurre así, los miembros del jet set delictivo sonríen con desprecio ante la chapucería de sus colegas provincianos. Ya ni los estadunidenses, con todo y sus genes aislacionistas, son capaces de enjuagar trapos sucios en el lavadero de su casa, como lo demostraron el escándalo del Teherangate, y los más recientes de Clinton con hombres de negocios asiáticos.
Los grandes negocios sucios conforman, crecientemente, una red de vasos comunicantes que, por supuesto, no empieza ni termina en las naciones atrasadas de Asia, Africa y Latinoamérica y que lo mismo puede enlazar a Viena con Asunción o El Vaticano con Lagos, Nigeria. Al reproducir y comentar el esclarecedor índice de corrupción elaborado por Transparency International, Jean Meyer señalaba el viernes pasado, en estas páginas, que las empresas transnacionales puede comportarse de maneras distintas en sus países de origen y en otras naciones.
Por lo demás, las estructuras gubernamentales de Italia, España y Francia, a juzgar por los escándalos revelados en años recientes, están corroídas por dineros sucios, favores prostituidos y fortunas inexplicables (véase la reveladora llamada de atención hecha en octubre del año pasado en Ginebra por siete jueces europeos (--Proceso, 9 de marzo-- sobre la resistencia de las clases políticas del Viejo Continente a tomar medidas eficaces contra la corrupción, así como el tamaño que los magistrados le asignan al fenómeno). En Japón son casi cíclicas las revelaciones sobre vínculos entre el gobierno y las mafias. La apacible Suiza ha perdido su imagen de relojería de lujo y añosa bóveda de seguridad; hoy, en cambio, se sabe que es una de las cloacas donde se atesoran los fondos delictivos procedentes por igual de países ricos que de naciones pobres.
La alta delincuencia globalizada se desenvuelve necesariamente entre consejos de administración y ministerios, entre Mercedes Benz y mancuernillas de oro. Para acceder a sus misterios es preciso ser de buena cuna o llegar, después de una guerra implacable --``superación personal'', que le llaman-- a la posición en que resulta indoloro el precio de los boletos de avión de primera clase o el ticket de estacionamiento del jet privado.
Advenedizos y enriquecidos de último minuto, favor de abstenerse: para tener amigos entre los banqueros de las Bahamas, las islas Caimán o Luxemburgo, gestionar contratos millonarios con el gobierno, obtener fondos ilegítimos para el partido o tramitar la amnesia del fisco y las aduanas, no basta con traer una pluma Mont Blanc en el bolsillo o mantener en el refrigerador tres kilos de langosta y unas botellas de Veuve de Clicqot, y ni siquiera llenarle de putas caras el cuarto de hotel a algún destacado funcionario extranjero. La clase de posición que se requiere para cerrar tales operaciones nace, necesariamente, en el seno del poder político y económico.